Julián del Casal: De amores que no fueron
especiales
El poeta Julián del Casal no entregó su corazón a mujer alguna: ellas sólo fueron motivo de inspirados poemas. De sus fugaces relaciones se ha hablado sobre las sostenidas con Julia la Criolla y con la violinista Ina Lasson. En su alma atormentada más que fuego pasional había un dolor muy escondido, una extraña e infinita melancolía. Sin embargo, dos extraordinarias figuras se enlazan con fuerza en la vida sentimental del bardo: María Cay y Juana Borrero.
Tal vez sí, tal vez no
Quizás la escultural María Cay, estremecía el erotismo de Julián del Casal cuando estaba a su lado, o, tal vez, en aquellas habituales reuniones, donde animados conversaban de diferentes tópicos, el ímpetu amoroso nunca asomó. Eran buenos amigos y había entre ellos mutua admiración. María Cay fue un episodio especial en la vida del poeta. El bálsamo que necesitaba este hombre de acentuada pesadumbre. Se presume que le inspirara el poema Estatua de carne, aparecido en el libro Hojas al viento, sin que él lo admitiera.
Sí le dedicó en 1891 Pastel japonés, que luego nombraría Kakemono. Con el título de Álbum femenino: Srta. María Cay, luego cambiado por el de Camafeo, El Fígaro publicó del bardo un poema, cuya última estrofa es muy elocuente:
Mas no te amo. Tú hermosura encierra
tan sólo para mí focos de hastío…
¿Podrá haber en los lindes de la tierra
un corazón tan muerto como el mío?
La ingeniosa María, al leer el poema, le dijo al poeta: “No esperaba que Ud. me regalara tan linda calabaza”.
María es otra incógnita en la historia amatoria del controvertido autor de Bustos y Rimas. Según datos, se llamó María Luisa Rosa Cay Deville y nació en Matanzas el 3 de febrero de 1862. Su padre, Ricardo James Cay fue un notable diplomático y la madre, Matilde Deville, aficionada al canto, era hermana de Úrsula Deville, reconocida soprano.
Dueña de hermosa voz, María Cay la cultivó con su tía Úrsula de la que recibió clases. La joven integró el elenco del Nuevo Liceo habanero y fue aplaudida en óperas como La Sonámbula, presentada con éxito en el Teatro Albisu en 1883.
Raoul, el hermano de María, trabajó como cronista en El Fígaro, donde trabó sincera amistad con Julián del Casal y éste muy pronto con María Cay, seductora belleza y de gran sensibilidad artística.
En su estancia habanera, Rubén Darío en compañía de Casal visitó la casa de Raoul Cay, quien le presentó al “señor Cay, padre, antiguo canciller del consulado imperial de la China en la capital de la Isla” y a su hermana, una cubana que el nicaragüense definió de “gallarda, espléndida, con lánguidos y milagrosos ojos de criolla y fabulosa cabellera”. En esa ocasión también conoció al novio de la muchacha que no era otro que el general Lachambre con quien finalmente ella se casó.
Contaba en su relato:
“Pasamos Julián del Casal, Raoul y yo a un saloncito contiguo a ver chinerías y japonerías. Primero las distinciones enviadas al señor Cay por el gobierno del gran imperio: los parasoles, los trajes de seda bordados de dragones de oro, los ricos abanicos, las lacas, los kakemonos y surimonos en las paredes, los pequeños netskes del Japón, las armas, los variados marfiles. Casal (…) gozaba con toda aquella instalación de preciosidades orientales; se envolvía en los mantos de seda, se hacía con las raras telas turbantes inverosímiles... Y recordaba yo cómo Julián del Casal había cantado en admirables versos a María Cay-versos que pueden leerse en su volumen Nieve -¿enamorado de ella?... tal vez”.
En la memoria del poeta nicaragüense había quedado la impresión que le causara la enmarcada efigie de María Cay, con ropa de japonesa, que engalanaba una de las paredes del cuarto de Casal en el periódico El País donde vivía. Surgió la inspiración para un sonetillo publicado por El Fígaro, el 31 de Julio.
Miré al sentarme a la mesa,
bañado en la luz del día,
un retrato de María,
la adorable japonesa.
El aire acaricia y besa,
como un amante lo haría,
la orgullosa bizarría
de la cabellera espesa.
Diera un tesoro el Mikado
porque fuera dominado
por princesa tan gentil,
digna de que un gran pintor
la pinte junto a una flor
en un vaso de marfil.
Avasalladora pasión
En Puentes Grandes, donde los amaneceres se pierden sin límite alguno, lo vio la primera vez. Juana Borrero tembló de emoción ante aquel “iluminado sublime”, que ya sería para siempre parte de su andar. Lo recordaba enternecido por el lirio blanco que el más pequeño de sus hermanos le regalara a Casal, a modo de bienvenida en aquella visita inicial a la casa de los Borrero.
Como su paradigma, él influyó decisivamente en ella. Mas no solo la unían afinidades líricas sino, por su parte, vínculos sentimentales muy arraigados. El 20 de agosto de 1893 apareció en La Habana Elegante, el poema Virgen triste, en una de cuyas estrofas él le declara: Ah, Yo siempre te adoro como un hermano/ No solo porque todo lo juzgas vano/ Y la expresión celeste de tu belleza./ Sino porque en ti veo ya la tristeza/De los seres que deben morir temprano.
En otros versos, precisa:
Recoge la cascada de tus rizos
y tus manos aleja de las mías,
porque nada me dicen tus hechizos
ni yo puedo ofrecerte lo que ansías.
¡Ciñe a otro cuello tus amantes
brazos!
Antes de que se acerque mi partida
anhelo desatar todos los lazos
que me unen a las cosas de la vida.
La rara relación entre ambos jóvenes se rompió el 3 de noviembre de 1892, y él se alejó de la casa de Esteban Borrero. Entre la genial doncella y el bardo hubo reproches, resentimientos.
El dramático deceso de Casal el 21 de octubre de 1893 colmó de dolor a Juana. Ni el eterno silencio de la muerte hizo naufragar aquella pasión primera. Él siguió rondando en sus sueños como lo demuestra el epistolario que ella sostuvo luego con su novio Carlos Pío Uhrbach.
En una carta al poeta y patriota, le revela: (…) Él murió sin que yo hubiera realizado mi aspiración suprema de volver a verlo. ¿Murió creyéndome perjura? ¿Será triste el final de esta historia?
Se sentía culpable y a su mente venían una y otra vez aquellos versos de Rondeles, en los que él intentaba desilusionarla:
De mi vida misteriosa,
tétrica y desencantada,
oirás contar una cosa
que te deje el alma helada.
Tu faz de color de rosa
se quedará demacrada,
al oír la extraña cosa
que te deje el alma helada.
Mas sé para mí piadosa,
si de mi vida ignorada
cuando yo duerma en la fosa
oyes contar una cosa
que te deje el alma helada.
Con el deceso de la poetisa en 1896, en Cayo Hueso, Estados Unidos, se cerraba este capítulo marcado por la incontenible y febril pasión de Juana a la que Casal jamás correspondiera.
Bibliografía:
Max Enríquez Ureña, Panorama histórico de la Literatura Cubana. Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1979
Emilio de Armas, Casal. Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1981.
Añadir nuevo comentario