Música de vinilo

Música de vinilo
Fecha de publicación: 
22 Mayo 2012
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Parece que fueron ayer los tiempos del tocadiscos. Y cuando escribo tocadiscos ya la palabra se me va antojando extraña. Supongo que sea por la falta de uso. Es que llevamos dos décadas en el imperio casi absoluto del reproductor láser, de música digitalizada en discos sintéticos. Hace poco, la niña de un amigo descubrió en un estante un viejo disco de vinilo y no podía entender qué cosa era aquella lámina negra y circular. Y parece que fue ayer cuando la música venía hecha surcos en discos grandes y negros de pasta reluciente.

En muchas casas, no en todas, había tocadiscos y las consabidas colecciones de discos eran el orgullo de sus propietarios. Un disco de vinilo, o acetato, o de pasta, era una pieza única y no repetible. No era “emepetreable” y sólo se podía escuchar en la casa. Por eso un disco de aquellos era algo apreciado. Era un placer sacarlos del álbum oloroso a cartón y barniz, desnudarlos de su sobre de nylon o papel y verlos relucir, un oscuro tornasol, en la luz. Los discos olían a tostado. Hipnotizaba el verlos girar en el plato del tocadiscos, y reconocer cada tema en esa otra textura de los surcos. Cuando la suciedad, la grasa de los dedos, la humedad y el polvo se asentaba en esas estrías, ocurría el efecto sonoro del “escrach”, sonido parecido al crepitar de las papas cuando son freídas en aceite, y que hoy se recuerda con nostalgia aunque era un sonido molesto. Cuando un disco se ensuciaba y la calidad de su sonido se afectaba, se podía fregar con champú y abundante agua, y se ponía al viento para que se secara. 

Estaban los discos grandes, de 33 revoluciones por minuto (es decir giraban en el plato 33 veces en cada minuto), que contenían 40 minutos o una hora de música; eran los conocidos Long Play, LP, o Larga duración. También estaban los pequeños, 45 revoluciones, que traían uno, dos o hasta cuatro canciones, dos por cada lado. Eran estos singles los que preferían los jóvenes de la era del tocadiscos. Sólo la canción favorita, en un disco más barato. En su adolescencia, allá por los 60, mi madre prefería un disco de 45 revoluciones en el que se reproducía la versión de Verano de amor por la orquesta de Paul Mouriat; lo escuchaba en un pequeño tocadiscos portátil que venía en una maletica parecida a un neceser. El disco giraba a su lado, las cuerdas mecían los minutos, mientras ella se maquillaba para salir. El placer de los sonidos en pocos minutos.  

Mi generación está en medio de dos eras. Conocí la música en los discos de acetato. Música de todo tipo, pero con una prevalencia de la americana. Cantantes como Frank Sinatra, Billy Holiday, Johnny Mathis, sonaban todos los días en mi casa interpretando temas clásicos de la música popular americana. Canciones como Tenderly, My Foolish Heart, Ebb Tide, Laura, Smoke In Your Eyes o Intermezzo marcaban las horas en nuestro apartamento todos los días, y traían un ambiente decorado y burgués, muy sofisticado y sensual. Junto a ellos sonaban los cubanos: Elena Burke con el calor de su voz, la orquesta Aragón, Olga Guillot, y un insoslayable Barbarito Diez que cantaba danzones con la orquesta de Antonio María Romeu. La colección se enriquecía con los discos de Silvio, Pablo y Amaury Pérez, Marta Valdés y Miriam Ramos.  También sonaban de vez en cuando las producciones de una cantante exótica como Yma Sumac, de los europeos Charles Aznavour, Dalida, Petula Clark, Karel Gott con la orquesta filarmónica de Praga y maestros especializados en música instrumental ligera como Frank Pourcel y su orquesta de cuerdas, y el mórbido saxofonista Fausto Papetti los que ambientaban las tertulias con amigos y familiares.

La colección de discos de mis padres era así de variada. Un día llegaron finalmente las grabaciones de obras clásicas de la música de concierto, editados en los países socialistas. Estos discos de “música clásica” fueron tan baratos durante una época y apenas se vendían. Al catálogo extenso de las canciones populares, se sumaron las piezas de los grandes autores extemporáneos de la música de concierto y así supe del barroco y el romanticismo, del fascinante impresionismo.

En resumen. Una colección de discos de vinilo era en esos años un tesoro peculiar. Propiciaba que cada casa tuviera un sonido diferente, cada familia contaba con su propia atmósfera. La sensibilidad de toda una familia podía ser catalogada por la colección de discos que sonaban en la casa. Ahora es parecido, pero con la democratización del CD en los hogares puede sonar cualquier cosa, la música cambia de un día a otro, y lo que ayer sonó en nuestras salas hoy ha sido olvidado por algo nuevo.

En materia de sonido se ha adelantado mucho y en muy poco tiempo. La variedad de equipos reproductores de música digitalizada, sus diferentes tamaños, Internet, han democratizado la música de una manera que ya ha sido olvidada la época en que para escuchar una canción había que esperar a que la transmitieran en la radio o la interpretaran en la televisión. Ahora la música que queremos la llevamos en los bolsillos. Un adagio de Gustav Mahler se puede escuchar sin contratiempos a la orilla del mar, como si cellos y violines estuvieran siendo tañidos a nuestro lado, sobre los arrecifes.

Ahora la nostalgia los ha traído de vuelta. Poco a poco han ido apareciendo novedosos tocadiscos de tecnologías digitales, como antes se han estado editando discos de vinilo, pero con las posibilidades que nuestros padres nunca imaginaron.

Hace 20 años las cosas eran diferentes. La música sonaba a hogar y tenía olor.

Comentarios

Qué lindo relato, me inspira para un trabajo que estoy haciendo, gracias!

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