El Club Antiglobalista: Joe Biden y la resurrección del sistema
especiales
“La enfermedad política más seria de los Estados Unidos es ser una nación que se cree superior”.
Norman Mailer
La concepción de una excepcionalidad política, de una Pax a la manera romana, es una marca inimitable del Occidente cristiano. Hubo un periodo de calma determinado por cada una de las potencias que se relevaron en el mismo papel desde Roma que, más o menos, emulaban simbólicamente lo que fuera la antigua ciudad centro del mundo. Esa predestinación, sentido supremo otorgado por una providencia, le entrega al Imperio (que así se llama esa noción de excepcionalidad) las llaves de este y del otro mundo, dicho de otro modo sobre la vida y la muerte.
A partir de esos presupuestos se ha construido la política occidental, así como el equilibrio y las leyes consensuadas en los diferentes organismos de la Sociedad de Naciones y de las Naciones Unidas.
Lo anterior sirve para comprender el contexto norteamericano actual y su punto de partida como establishment. Cuando se habla de una estructura internacionalista que se enraíza en poderes corporativos expresados en la clase política, hay que hacer referencia al Imperio. En realidad, esta última noción aspira, en primera instancia, a la estabilidad y la paz (dentro de sus paradigmas ideológicos) como garantes de que ese orden y no otro es el correcto, el moral y el que funciona.
En el ascenso de Joe Biden a la presidencia de los Estados Unidos en el 2021 habría que rastrear las marcas de ese Imperio que busca conservarse, tras las bambalinas de un Estado quebradizo y en crisis como lo es dicha Unión. Al Imperio le interesa el consenso, porque sabe que este es una expresión de la guerra por otros medios. No se habla aquí de un trono, con monarca y cetro, sino de poder en su más dura sustancia, una esencia que no puede quebrantarse so pena de quedar excluido. Trump enfrenta, de esta manera, la excomunión de la élite al poner en peligro la excepcionalidad sobre la que se erige el orden no solo norteamericano, sino global.
Por ello, en el discurso de investidura de Biden no falta la alusión al supuesto liderazgo de luz que deberá tener Estados Unidos en el mundo. Una idea que recoge fundamentalismos provenientes del Destino Manifiesto, que llevara hacia la expansión en el oeste y el mundo y que es el origen, aunque ahora se calle, del racismo sistémico enraizado en aquella sociedad. El uso del papel divino, de las llaves de la ciudad terrena y divina por parte del Imperio, estuvo presente en la jornada de investidura, desde que comenzara con una misa católica y la cita de San Agustín que usó Biden como pie para su discurso iniciático. Durante la Guerra Fría Cultural, estrategia harto conocida de la CIA, el rito de Dios y su palabra para santificar la existencia del Imperio y de un único orden posible fue esgrimido contra comunistas y disidentes, outsiders y cualquier incómodo de izquierda o de derecha. En esta línea de análisis, debemos ver a Biden como un contraataque del Imperio que, puestos en peligro sus pilares, arremete simbólica y factualmente, recuperando su papel como verdad unívoca e incuestionable.
Llama la atención sobremanera ese excepcionalismo que rescata Biden y que se aparta del aislamiento de Trump (quien se centrara, recordemos, en América Grande otra vez, lo cual no deja de ser una cara más de ese Destino Manifiesto). Puesto en función de una política externa, ello quiere decir que la agenda globalista tiene en el nuevo inquilino de la Casa Blanca un servidor pleno para mantener un Imperio que no se reduce solo a la existencia del Estado Nación Estados Unidos, sino que abarca el entramado del sistema corporativo que se extiende por el mundo. Ese globalismo implica el retorno a organismos en los cuales los norteamericanos vuelven a imponer una univocidad política, donde la democracia tiene un solo camino: el liderazgo norteamericano de la OTAN.
¿Fue Trump un proyecto aislado, sin fundamento, fuera del Imperio? En realidad hablamos de corporaciones que juegan en uno y otro bando visible, pero dentro de una misma lógica de conservación. Los más de 70 millones de votantes trumpistas son un capital político de corte fascistoide que habrá que analizar desde una óptica sociológica, a partir de la pauperización a la cual la agenda globalista somete al mundo, incluyendo a las poblaciones blancas. El Imperio tendrá que vérselas con ese hijo díscolo y rabioso: el supremacista, que amenazó con romper lo más preciado, esa Pax al estilo romano identificada con la sucesión pacífica y las instituciones.
En realidad lo que Trump hizo y allí residió su fallo, fue enseñar las grietas del sistema, desnudarlo, darnos la esencia: el uso de la fuerza. No se vea esto como un episodio aislado y que no volverá a repetirse. Podemos decir que las corporaciones compraron pescado y le cogieron miedo a los ojos, por ello decidieron incinerar a Trump en la hoguera política. Y es que la estabilidad imperial es más precaria de lo que sus dueños creen, ya que se sostiene sobre la base de un sistema financiero donde las acciones bursátiles no existen, son pedacitos de fe especulativa que la gente compra, lo cual hace del dinero, del poder adquisitivo y del futuro simples quimeras teológicas.
La Norteamérica de la ira blanca
Muy difícil resulta cumplir con los estándares del Destino Manifiesto sin que se incluya al hombre supremacista, base por excelencia de dicha ideología. De ahí que Biden insista en la unidad y en gobernar para todos. Sin embargo, el retorno a una centralidad globalista tenderá alejarse de ese país profundo y granjero, empobrecido a su suerte, que no es prioridad del poder de capital. Con este mandatario, la excepcionalidad del Imperio se construye sobre nuevas bases, que aluden al discurso diverso como una máscara para maquillar el cosmopolitismo y la extensión de la agenda globalista.
¿Cómo logrará Biden congeniar el discurso del patriotismo y de la globalización en medio de una crisis pandémica, económica y social? El caldo de cultivo para el retorno de la ira parece servido, cuando esos 70 millones de votantes de Trump siguen creyendo en las historias alternativas sobre el fraude electoral y la victoria de su líder. “Volveré del alguna manera”, dijo el saliente mandatario, alentando el revanchismo de una masa que en el dia de la investidura de Biden tenía previstos asaltos a los capitolios de los estados. Sentimientos de odio, ira, frustración y violencia que conducen a la ruptura del orden imperial y a mostrar lo que el establishment es en verdad: injusticia y muerte. La Bestia, hija dilecta del sistema, no se retira a un rancho tranquilo, sino a los oscuros parajes de la conspiración y el estallido social. En tanto, el Partido Demócrata plantea la inhabilitación política de Trump mediante un impeachment que depende del Senado.
Dilema de la Bestia Negra
Por un lado, el Imperio sabe que, si incinera del todo a su hijo Trump, creará un mártir vivo que puede tomar más fuerza y romper el orden con una tercera fuerza fundada en unas bases numerosas. Por otro, existe el temor a que en 2024 vuelva a adueñarse del Partido Republicano y retorne al poder. El experimento fascista, tal y como pasó en Alemania entre 1933 y 1945 se vuelve contra los mismos pilares de la democracia liberal burguesa, amenazando su existencia. La Bestia Negra, Trump, seguirá haciendo política, pues ahora está amparado por un victimismo y una supuesta censura hacia su persona por parte de las élites. El mito del mesías salvador, del verdadero intérprete de la América blanca y profunda, perdura en los republicanos de base, amenazando la estabilidad bipartidista y por ende la existencia del Imperio.
Las crisis ocurren como resultado de un sistema que se basa en existir sin importar consecuencias humanitarias, dejando a su paso un vendaval de desastres y de soluciones peores que el problema. Así hay que ver lo que acontece en el seno de los Estados Unidos. En las semanas previas a la toma de posesión de Biden, nunca se estuvo más cerca de volver a la guerra civil, cuando de hecho volvieron a ondear las banderas confederadas sobre los edificios de Washington, en franco desafío al Imperio.
Existe un antiglobalismo de derecha que intenta, en el caso de Norteamérica, restaurar nociones fundamentales y racistas que sirvan como sustento ideológico a una sociedad liberal en crisis. Así lo refirió recientemente el político ruso Serguei Lavrov, cuando analizaba los últimos acontecimientos. El asunto y el núcleo están en el sistema, en la manera en que se distribuye sustancial y simbólicamente la política de espaldas a intereses reales y de cara al corporativismo. Ser un antiglobal de derecha implica el rescate del fascismo nacionalista a la usanza hitleriana, donde una raza tiene el monopolio de la condición humana sobre el resto. La pugna entre élites, que ha tenido momentos de entenderse y de divorcio, pudiera llevarnos al caos planetario.
Biden en el trono
La Pax Americana está bajo amenaza, pero no hay ahora mismo otro modelo. Así lo entienden las élites de la agenda globalista que, mientras buscan una forma de reorganizar el caos que es la economía inflacionaria y ficticia del extractivismo de recursos, apuntala a Estados Unidos. La alternativa euroasiática no entra aún, por su rebeldía y pujanza, en los planes de la globalización financiera anglosajona. China y Rusia pueden seguir su propio camino e, incluso, amenazar al viejo orden desde la competencia misma.
Biden deberá congeniar a una nación partida y a la vez someterla a los dictámenes de un establishment internacionalista y financiero que aboga por un reseteo de la economía, lo cual disminuirá sustancialmente los ingresos de la clase media hasta hacerla desaparecer. Esto no se congenia muy bien con las promesas del discurso de investidura acerca de ayudar a las familias. Ya comienzan las ambivalencias en el seno del poder, donde más de un 70 por ciento de los miembros pertenecen al gabinete de Barack Obama, incluyendo a aquellos que impulsaron revueltas, intervenciones de colores y el ascenso de los neonazis y antirrusos en Ucrania.
Contrario a lo que piensa el común de la gente, el Partido Demócrata es más pro establishment que su contraparte y hunde sus raíces en el sur esclavista, de donde proviene. Solo la renovación del New Deal de Roosevelt le dio un maquillaje más progresista y popular, el mismo que viene decayendo en la medida en que se hace evidente la mano corporativa hacia lo interno. Los republicanos, a la manera de Trump, se sirven de herramientas ya creadas por el Imperio, no inventan nada nuevo, solo las llevan hasta los extremos.
Lo que viene en los próximos años es el retorno a la legitimación del Imperio como orden internacional que Trump quebró y que puso en peligro la estructura de una trama de poder. No descartar que, dado el desgaste del modelo, retorne nuevamente la variante fascista y dura, máxime cuando cuenta con bases numerosas y dispuestas a todo.
Trump se despidió de la Casa Blanca con un rezo de supuesta buena voluntad para el equipo entrante, Biden comienza su mandato con una misa católica. El recurso al Destino Manifiesto fundado en la voluntad divina, en las llaves de las ciudades terrestre y celestial, marca la permanencia de la noción del Imperio.
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