Añadir nuevo comentario

Estas líneas las escribí, el 30 de noviembre 2016, acabado de llegar de compartir con mis compañeros de trabajo el tributo final al Jefe, el saludo ante el armón que transportaba sus restos. Como otros tantos testimonios de esos luctuosos días, sea este mi homenaje al Comandante, en el cuarto aniversario de su partida física. Estamos desplegados a lo largo de la carretera que une al poblado de Coliseo con Cárdenas. Algunos están siguiendo por sus celulares las noticias del paso de la caravana y las nuevas se repiten de boca en boca. Nos tiramos unos a otros fotos con la bandera o sosteniendo una de sus imágenes más conocidas, la misma que ha presidido los múltiples lugares habilitados desde días antes para que reafirmemos nuestro compromiso, la que lo muestra de pie sobre la montaña, fusil y mochila al hombro, victorioso. Todos estamos expectantes. Será la última vez de tenerlo cerca, tener el honor de vivir este momento, del paso de la Historia frente a nosotros. Alguien divisa al helicóptero que precede y acompaña por aire al cortejo. Todos lo vemos. Retrocedo mentalmente casi medio siglo en el tiempo… Unos niños del barrio juegan conmigo a las bolas. Nos disputamos las esferas de vidrio en cada juego, probando suerte y puntería. Un ruido a lo lejos en el cielo nos interrumpe. Es un helicóptero. No sabemos ni siquiera su rumbo ni que tripulantes alberga en su vuelo, sin embargo, como siempre, hacemos lo mismo: Dejamos a un lado los juegos y nos ponemos a saludar al helicóptero y vocear lo más alto que pueden nuestras voces infantiles: - ¡Fidel!, ¡Fidel!, ¡Adiós, Fidel! El helicóptero describe un semicírculo y después retrocede, casi paralelo a la carretera, sobre nuestras cabezas, rumbo a Coliseo. Pasa una patrulla indicando bajar a la cuneta de la carretera. La gente se ordena en una línea que serpentea a ambos lados del camino. Nadie quiera estar en segunda fila. Preparan sus móviles para grabar el momento. Para ellos. Para los que no pudieron venir o tuvieron que quedarse asegurando las tareas en sus puestos. Para sus hijos. Para el futuro. El niño que fui yo crece. Ya para él el nombre no es sólo una referencia en labios de los mayores. Comienza a identificar Su imagen, a oír Su voz en sus discursos, a escuchar anécdotas de los privilegiados que lo han visto personalmente (en su pueblo viven varios combatientes de Girón). Más tarde, en la escuela, comienza a entender la relación del Hombre y la Historia. Pide y encuentra explicaciones. Bebe de sus primeros libros. Ya se acerca el cortejo. El silencio es total. Respetuosamente, no se agitan las banderas ni se gritan consignas. Las cabezas descubiertas, los pechos henchidos en la mezcla de emociones de agradecimiento, dolor y coraje, las manos sujetando una bandera. Pasan los primeros vehículos, el jeep con los generales y detrás, el armón con la caja de cedro cubierta con la bandera. Sencillamente, un nombre: Fidel Castro Ruz. Seguimos el cortejo con la vista hasta que se pierde. El niño se hace joven. Ya conoce lo suficiente para saber de la grandeza del Hombre, del nombre que repiten plazas y naranjales, aquí y allá, también en Jagüey, donde está becado. Un día, se entera que se ha cosechado un millón de quintales de cítricos y, como les ha sido habitual a sus compatriotas, lo mismo ante cada desafío, del enemigo o de la naturaleza, ante cada hazaña, ante cada conmemoración, ahí está Fidel. Y va, como todos sus condiscípulos, al acto en la Vilo Acuña. Lo ve de muy cerca y reafirma, para siempre, su fidelidad. Se había anunciado que tendríamos la oportunidad de presenciar la caravana de regreso de Cárdenas. Todos queremos volver a verlo. Algunos, para precisar detalles no clarificados la primera vez. Es un momento para grabar en lo más íntimo con la mayor precisión, para poder recordarlo después, con todos sus pormenores. Poder decir, contar: ¡Yo estuve allí! Ante la demora, surgen los comentarios. No se ve el helicóptero. Al fin, anuncian que regresa el cortejo. Poco a poco, nos volvemos a alinear al borde de la carretera. El joven es ya adulto. Se gradúa de profesional. Conoce de ejército y de movilizaciones, de cortes y siembra de caña, de papa y de nuevo, de naranjas. Por doquier acrisola la obra del Hombre. No solo conoce la historia, en su pequeño espacio participativo, la vive. Conoce de Angola y de Etiopía, se enorgullece de su tiempo y de la participación de su generación, que sigue con firmeza las huellas de sus mayores. Acrecienta su admiración, respeto y comprometimiento con la obra mayor del Hombre. La Revolución. Recibe emocionado un carnet con Su firma. Llega el Periodo Especial y Baraguá revive en Si se puede. La Batalla de Ideas y Elián. El retorno del Ché y su siembra final en Santa Clara. Las Marchas Combatientes y Los Cinco. Una de las Tribunas Abiertas coincide con un aniversario de Girón. Allá en el Central Australia lo ve y escucha, a solo unos metros. Es la tercera vez que lo ve en persona. El Hombre, al frente de cada combate. Cada vez más universal. Cada vez más preocupado por el futuro de la Humanidad. Una luz entre las tinieblas que crece y crece. Chávez, Petrocaribe y el Alba. La unidad latinoamericana, al fin. Un primer contratiempo y Cagüairán muestra la firmeza de Su obra y de su pueblo. Después el Hombre entrega los cargos públicos, pero no la primera línea. Continúa su labor formadora, esta vez a través de la pluma. El adulto que fue joven y niño una vez devora con avidez cada Reflexión, sigue con apetencia cada aparición en la prensa o las referencias de quienes tienen la suerte de visitarlo. Se emociona hasta las lágrimas con su última comparecencia en el Congreso. Nos pasa la caravana por delante. Se repite el silencio y las muestras de respeto. Se nos antoja que esta vez va más rápido. Nos cuesta pensar que todo termina. Se va perdiendo en el camino. Sin embargo, la imagen de la urna con su nombre permanece en la retina, aún después de que ya no se divisa siquiera el cortejo. La gente va rompiendo la alineación y se dirige hacia los ómnibus apartados en un entronque lateral. El ómnibus atraviesa la ciudad de Cárdenas. Como en todo el país en estos luctuosos días, impera el silencio. Pasan algunos jóvenes y otros no tan jóvenes, apenas hablan, sobrecogidos por el impacto y la solemnidad del tributo en que han participado momentos antes. En una esquina juegan niños. Vuelvo a retroceder mentalmente medio siglo atrás y me veo con ellos, jugando. No, no es juego. Repiten entre ellos algo que han recién gritado y que quizás apenas aquilatan en todo su significado: - ¡Yo soy Fidel!, ¡Yo soy Fidel!, ¡Yo soy Fidel!
energetico@blauvaradero.tur.cu
CAPTCHA
Esta pregunta es para comprobar si usted es un visitante humano y prevenir envíos de spam automatizado.
CAPTCHA de imagen
Introduzca los caracteres mostrados en la imagen.