Historias de Coronavirus: Genio de la lámpara, ¿y las colas?
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Hay un vocablo que está adherido al genoma del cubano como si fuese una extensión de algún órgano, el cordón umbilical o incluso, una parte de la corteza cerebral destinada a ese fenómeno.
Lo cierto es que por estos días de Coronavirus las colas se han convertido en una especie de “arte marcial” contemporánea, donde usted debe conjugar toda su energía Zen, con cursos pasados con los monjes de Shaolín, llevar al máximo su aguja de karma positivo, y una vez llegado el momento asestar su estocada de gracia.
Primero me gustaría remitirme a dos o tres recuerdos de colas de mi infancia más temprana los cuales me marcaron para siempre.
Dos de ellos con mi difunta abuela Sara, con la cual seguía al menos una vez a la semana un ritual de recorrido que incluía pizzería y coppelita.
Claro que en horario de almuerzo habitual y yo con cuatro años, el sol castigando y demás, podrán imaginarse que 20-30 minutos de espera se traducían en una eternidad.
Por suerte la combinación pizza-helado como producto final, siempre borraba la huella de la espera. Y a eso le sumamos que en la década del 80 del pasado siglo, la de la bonanza, todo era mucho más dócil.
La otra, desde bien temprano en la mañana en el antiguo Mercado Centro, enclavado donde hoy se encuentra el Palacio central de computación. Una verdadera cruzada por insumos, pero que tenía el beneficio final de una manzana acaramelada, y muchos otros productos que calificaban en el plano de delicia.
El tercer pasaje relacionado con los cupones de la famosa libreta de juguetes. Retumbaban en mi cabeza los términos básico, no básico y dirigido. Cuestionaba a mi madre cada vez que le avisaban de aquellas bicicletas y carriolas siempre anheladas, pero nunca llevadas a un plano terrenal…
Con el tiempo me di cuenta que pese a las colas y madrugar en más de una ocasión, el hacer realidad mis sueños de niño, y el de miles más, era algo que se salía o superaba su gestión de madre ejemplar…
Hoy más que nunca estoy en su piel, pues en medio del dominio de la Covid-19, y cuando mi radio de acción para comprar se resume a los pequeños establecimientos que tengo en mi entorno cercano de Micro X, Alamar, la mayoría de las colas que he enfrentado, con capa y espada algunas, y agentes del orden público mediante otras, han sido para cubrir las necesidades alimenticias de mi hijo en primer orden, y luego otras cuestiones esenciales.
Lo primero pasa por no conciliar bien el sueño cuando conoces que al día siguiente debes madrugar y emprender la travesía hacia una cola. Parecerá exagerado, pero me he despertado en más de una ocasión en la madrugada previa a la “operación insumos”.
Luego el hecho de colocarte todo tu atuendo para salir, como si de una expedición al espacio exterior se tratase. Por último la incertidumbre de si habrá o no los productos demandados.
Sí, porque en estos tiempos se ha vuelto de moda marcar en Braille o a ciegas. Se trata de marcar desde horas bien tempranas de la madrugada, o incluso desde la noche anterior para ver si sencillamente surten algún producto de los más demandados como pollo, perritos o salchichas, detergenteee, aceiteee o puré de tomate. Eso sin dejar fuera al amigo papel sanitario.
Calculen ustedes, antes del silbatazo inicial ya acusar cansancio extremo, estar ojeroso y sentir que el nasobuco luego de dos o tres horas puesto es el bozal más riguroso que un pitbull temible y fiero pueda llevar puesto.
Esa es la realidad más cotidiana de cualquier cola por estos días, aun cuando han dicho en más de una ocasión que está prohibido establecer esos mecanismos de marcaje desde la noche anterior, por el lógico nivel de exposición que eso implica para las personas que lo hagan.
Otra variable nada despreciable es la denominada tickets. Por decir que he visto a los susodichos siendo repartidos por la administración de una tienda X, personas que asumen rol de gestores u organizadores estrellas de interminables filas, y hasta la policía.
El colmo en ese sentido lo viví o atestigüé el pasado viernes primero de mayo. Después de un seguimiento exhaustivo al más puro estilo de Tras la Huella a las compotas de pera desde el día antes, y luego de cazarle la pelea al aguacero que desde la madrugada se empeñó en bautizar la fiesta de los trabajadores partí rumbo a la tienda frisando las 6:30 de la mañana.
Al llegar me topé con varios insomnes, por lo que hice un estimado número 13, por demás nada agradable. Poco a poco fueron llegando cerca de 30 personas con tickets repartidos por el administrador y que habían quedado pendientes de la tarde anterior. Mis ojos salieron de órbita, hice un voto extra de autocontrol y paciencia, y traté de explicar que lo sucedido era un golpe mortal a la sensatez, al menos desde la perspectiva de la casi totalidad de los presentes.
Solución salomónica: pasar a dos agraciados de tickets pendientes y dos insomnes de viernes. Afortunadamente alcancé compotas, pero como podrán imaginar con las palpitaciones del corazón a mil y la presión arterial más o menos en 180-100.
Con esta experiencia invito a la reflexión individual de cada cubano. Ha habido otros ejemplos incluso más tóxicos, que han llegado al extremo de riñas. Se han violado a borbotones todas las normas de distanciamiento social requeridas comenzando por la de guardar distancia de un metro y medio o más, así como evitar aglomeraciones y hacinamiento en colas, especialmente cuando la entrada a la tienda es inminente o se aproxima.
Es cierto que la escasez, el calor extremo, la ausencia de transporte y otras cuestiones asociadas a la satisfacción de las necesidades de la población pueden generar desespero e incertidumbre, pero si no cumplimos con las medidas establecidas echamos a la basura el esfuerzo de los profesionales de la salud cubana y los aplausos que le dedicamos todos las noches a la hora del cañonazo.
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