Contracrítica: El Conde o el peligro de mirar de frente a los monstruos

Contracrítica: El Conde o el peligro de mirar de frente a los monstruos
Fecha de publicación: 
13 Noviembre 2023
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He visto la película El Conde de Pablo Larraín con el interés que puede suscitar un filme que versa sobre una historia real convertida artísticamente en mito. O sea, resulta de una atracción mayúscula que los grandes temas se reapropien y aparezcan genios del celuloide como este director que los promuevan a un plano de relecturas, de disecciones y de repensarlo todo. En la cinta, Augusto Pinochet, dictador de Chile, sigue vivo y atormenta a los habitantes de su país chupándoles sangre por las noches. Sí, el viejo militar y genocida no ha muerto, sino que fingió tal cosa y sobrevuela los rascacielos de Santiago de Chile para arrancar los corazones de los cadáveres y luego licuarlos en una máquina posmoderna y tener así un jugoso trago a su disposición. La metáfora es poderosa, el propósito de la obra deviene en una ficción política que se atreve a reconstruir distópicamente la dictadura y de esa forma abordar una región más oscura y profunda de la historia: el miedo al tirano. 

¿Y por qué usar el estilo gótico y el recurso de la farsa? Para Larraín, quien posee una potente filmografía basada en el tema de la dictadura, era crucial que en algún momento se representara de forma directa la figura de Pinochet. Hasta esta cinta, ello había ocurrido de manera tangencial, en apenas un plano de pocos segundos y de espaldas, como es el caso de la película No. Pero es que abordar el peso de esta presencia nefasta para las mentes de los chilenos es perturbador, sobre todo si se hace con seriedad. El dolor, la angustia y las heridas aún abiertas amenazan con hacer de una obra así un alegato por ende con el naufragio. En su lugar, Larraín decidió construir una especie de realidad alternativa, en la cual el uso del blanco y negro y de la estética de los vampiros hacen que el público por un momento se distancie de la historia de verdad y prefiera consumir este desmonte ameno y sustancioso que nos ha traído el creador. En la literatura son muchos los ejemplos de esta técnica, pero en el cine y con el caso de Pinochet, se trata de un tour de forcé. La farsa es el género que une la tragedia con la comedia, tomando de una la liviandad y de otra el peso dramático. El resultado es una obra que se interpone con jocosidad en asuntos serios o viceversa, una pieza que, desde la seriedad, nos causa una sonrisa reflexiva. Larraín quiere que pensemos, que nos sentemos a criticar con amenidad y sin demeritar el conocimiento en torno a lo que fue la dictadura. Creo que una película con esos fines merece respeto. 

Pero no todo es un acierto en El Conde y, luego de unos primeros treinta minutos intensos, en los cuales se plantea el conflicto y el tema, junto a los personajes; la trama se hunde en una sucesión de hechos que reiteran la misma tesis y que no logran un replanteo ni estético ni ético acerca del asunto. Hay tal uso de lo lúdico y de la crítica social y política, que se pierde por momentos ese ingrediente que la farsa estaba llamada a aportarnos: la sonrisa y la reflexión. El tono de la película se torna lento y los avances dramáticos demoran no solo en cuanto a tiempo, sino en lo concerniente a la significación. No nos queda claro del todo por qué se requiere de una exorcista para que el Conde halle la muerte. El planteo que quiere establecer un paralelismo entre los demonios y la corrupción y la impunidad posterior a la muerte de Pinochet es una idea manida, que no se logra articular con coherencia a partir de los hechos presentes en la propia trama. Los núcleos y los indicios están repartidos de una forma dispersa y le envían al público mensajes desorganizados que no poseen un punto de cierre. La apelación a lo onírico como justificación de la incoherencia, no solo es un recurso simplista, sino que llega a generar un hastío en quienes consumimos la cinta y que estamos esperando un desenlace a la altura de la tesis inicial. 

La crítica especializada ha querido ver en este aspecto una especie de sello del cine de Larraín y, si bien en cintas anteriores había un espacio para la reflexión política que conllevaba una ralentización, este no es el caso, pues el género elegido requiere de un dinamismo que el guion no garantiza. La recreación en círculos concéntricos de la relación entre la exorcista y el dictador posee tintes moralizantes. Se trata del juicio que el pueblo debió realizarle y que ahora acontece a partir del cine. Hasta ahí bien, pero no se debe traicionar el pacto estético establecido desde el principio y que prometía una película que además de contarnos la historia, de racionalizarla, la íbamos a ver desde otro ángulo, uno inédito y a partir de ahí se propiciaría otra morada para la conceptualización de lo que pasó en Chile. Ese era el camino reivindicatorio que nosotros merecíamos como espectadores inteligentes. Pero no fue así. 

¿Qué le sucedió a Larraín? Mientras en obras como No que estaban inscritas en el género dramático más clásico sí poseen una solidez argumental y el tono no nos suena hueco, sino que apoya con firmeza la tesis de lo que se está manejando; en El Conde hay un desvarío que nos hace desconectar de la cinta y poner nuestra atención fuera, ya que no existe una fidelidad al pacto inicial. No fuimos a ver un documental sobre Pinochet ni un juicio en ausencia de sus crímenes, sino que todo eso era tangencial a la obra de arte que se nos había prometido. Queríamos que Larraín nos llevara de su mano hacia una crítica contundente de la historia, pero desde la totalidad de una propuesta que no dejase hilos argumentales en el aire, sino que nos pusiera a pensar reflexivamente en cómo el mito puede desmontarse, usarse artísticamente, teledirigirse hacia las grandes cuestiones y ser a fin de cuentas una pieza en sí misma. En lugar de ello, hemos consumido una cinta que cae en la ramplonería de los lugares comunes de los cuales nos dijo que no iba a tratar y allí existe un cráter que atenta contra la lucidez del filme y que no posee por completo la fascinación del público. 

Pero, haciendo un análisis de los personajes, hay que establecer entre ellos determinadas pautas que tributan al desacierto que se ha trazado. Más que una construcción arquetípica, se requiere de una que posea un tono dramático y que le dé solidez a la caracterización de los mismos. Si bien por un lado es interesante lo que sucede con el Conde y su genealogía como vampiro, ello decae cuando se comienzan a presentar los demás personajes (sus hijos), quienes están hechos en una sola dimensión y poseen casi una única motivación o impulso y ello los vuelve planos y predecibles. La introducción de la exorcista, que pudo tener un tinte diferente y por ende ser el punto de giro en todo, no logra sacar la trama de los pequeños conflictos en torno a la herencia de los cheques y las cuentas en el extranjero que serían el legado familiar de Pinochet. Una vez más sigue pesando demasiado el interés moralizador en torno al pasado por encima de las sustancias artísticas que se requieren para la consistencia de la historia. Y es que el cine posee una función que en este punto Larraín ha abandonado: entretener. Se supone que se había elegido el formato de la farsa para ello. 

El Conde llega a aburrir, ya que nos promete una genialidad y resuelve el conflicto central de una manera simplista y sin avances dramáticos. Iba a ser una cinta que miraba la política desde otro ángulo y terminó usando lugares comunes de Wikipedia para explayarse en su tesis contra la dictadura. El tema del vampiro llega a pesar como una especie de agregado sin sustancia, que no aporta a la monserga. Y de esta manera la ficción política y social hace aguas. Quizás mirar de frente al monstruo era más complicado de lo que se pensaba, incluso para un cineasta como este. No es lo mismo hacer arte con los bordes del asunto, que meterse en el núcleo y entregar una obra potable, con todos los ribetes de algo logrado. Más allá de estos análisis, la cinta ha sido galardonada y a nuestro juicio lo merece. Toda denuncia en contra del crimen tiene que poseer el respeto y el reconocimiento. 

Otros aspectos de la obra son también por momentos fallidos. El uso del blanco y del negro posee una potencia y un énfasis que cuando no va acompañado de un ritmo, una profundidad en el conflicto y unos personajes bien trazados, lo que sucede es que se distorsiona el papel dramático de la fotografía. Y en la cinta, ya pasados los pocos minutos de intensidad de los inicios, el blanco y el negro se torna en un recurso que no aporta, sino que nos dispersa, crea un ruido y un retinte demodé que no siempre es bienvenido entre la gente. La banda sonora, que posee una función gramática con sus pausas, sus arranques y los momentos cumbres; se va desvirtuando en la medida en que se abandona la tesis inicial y el filme se adentra en el aleccionamiento. Como la fotografía, el sonido no logra salvarse a sí mismo y menos a la película.  Todo el fallo dramático se traga lo que pudo ser el logro de los diferentes frentes artísticos de la película y llegados a un punto dentro de la trama, el espectador ya quiere que termine sin más y que no lo aleccionen más con datos tomados de Internet. El crítico, por su parte, lamenta que se haya desaprovechado un propósito con potencial y que el director se perdiera en los vericuetos ya enunciados. Sobre todo, porque el Festival de Venecia no dudó en premiar, desacertadamente, el propio guion. Los eventos internacionales son cada vez menos un medidor sobre la realidad del arte. 

Precisamente el aspecto que hace fracasar la obra, resulta laureado por una parte de la promoción del sistema de premios. No obstante, hay que hacer justicia y explicar por qué el consumo de la cinta tanto en streaming como offline no ha tenido una recepción uniforme, sino que la gente vierte diversos criterios en torno a la dificultad de mantener la concentración y la atención a la trama y por ende hacia la obra en sí. Más que nada, habría que analizar el peso del monstruo en la propia mente del director y cómo quizás ese trauma colectivo fue demasiado. Hay asuntos que por mucha risa que se les quiera endilgar, terminan siendo casi siempre terribles y tristes. Y puede que sea el caso de la figura del dictador Pinochet, muerto en total impunidad. 

A favor de Larraín, el gesto de retratar el tema en todo su escabroso empaque, a pesar de las décadas y supuestamente del olvido. Buen intento, ojalá hubiera funcionado. La idea genial no fue suficiente, faltó la articulación, el argumento y el cierre. Hubo incoherencia dramática y presencia de núcleos e indicios que apuntan a un universo disperso de significantes. Ello, además de los personajes arquetípicos y no dramáticos, hizo de El Conde una propuesta plana, reiterada y que llueve sobre lo mismo. Mirar de frente al monstruo petrifica, incluso a los genios. 

 

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