Konstantín Korovin (1861-1939) fue un pintor de origen ruso que no es muy mencionado, pero posee una basta obra que denota su talento y devoción por el arte y el impresionismo. Y no es casualidad, el impulso creador le corría por las venas no solo por herencia familiar sino porque vivió en una época de esplendor para la disciplina en la que desarrolló su carrera.

Korovin se expresó con un estilo muy particular, con pinceladas sueltas y llenas de matices y luminosidad. En su exploración del mundo quedó impactado por la corriente impresionista y por las luces y el movimiento de París, en Francia, ciudad que lo acogió durante algunos años, hasta su muerte.

Siendo muy joven su atracción por la nocturnidad parisina es muy evidente en su obra. Le dedicó numerosos lienzos e intentó reflejar en ellos la inquietud y los colores, incluso sus reflejos en el pavimento mojado. Pintó calles, cafés, el ajetreo de vehículos y transéuntes, y consiguió atrapar su energía, a veces con un dejo de melancolía. Sus escenarios y personajes parecen caminar, reír, hablar.

Korovin pintó paisajes, retratos, naturaleza muerta, habitaciones, la cotidianidad, sin embargo es su etapa en París la que me atrapa. Sus cuadros me parecen muy vivos, románticos, poéticos y otoñales, con una fuerza expresiva tremenda que me descubren a un pintor sensible y emocional, nostálgico por su Rusia natal, pero que aprovechó cada instante en cada ciudad que visitó y, en especial, su Francia adoptiva.

Esta es la selección de hoy de varios momentos de su vida.

Crepúsculo en una habitación, c. 1880
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