Ser cubana entre lomerío y cafetos

Ser cubana entre lomerío y cafetos
Fecha de publicación: 
23 Febrero 2018
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La cosecha cafetalera 2017-2018 ya está marcando su fin para Cuba. Con buches más o menos amargos, marcados por los desmanes del huracán y otras sombras, termina esta contienda que, en Santiago de Cuba, por ejemplo, la mayor productora del país, intensifica esfuerzos recolectores.

Mientras leo que en el municipio Tercer Frente habían sobrepasado en esta campaña las mil 69 toneladas, volviendo a ese territorio vanguardia absoluto entre los de su tipo, trato de ponerle mentalmente imágenes a las palabras que pasan bajo mis ojos.

Y de entre todas, se hace recurrente la silueta de Irene. Le conocí justamente en ese municipio hace un puñado de años, y desde entonces, cada vez que se habla de recogida de café, su figura menuda se me asoma invariablemente al recuerdo como un símbolo.

Andaba entonces morral al hombro entre aquel lomerío, y la naturalidad con que subía y se desplazaba entre las alturas era proporcional a su timidez, que le impedía conversar con la periodista.

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Pero, a fuerza de tanto insistir, logré al menos asomarme a una ventana de la vida de esta campesina cafetalera, tan cubana como aquella que se trepa a un P4 capitalino, o como la secretaria de una oficina municipal del centro del país, o como la que se inclina sobre el microscopio en el extremo occidental de la Isla, igual y diferente a todas.

Porque Irene es como una extensión de la naturaleza misma, sencilla, purísima, con ese aire originario y de descubrimiento perenne que le aletea en la mirada.

«Me recuerdo a mí misma como con ocho o nueve años en un lugar llamado La Laguna, parada junto a una canasta chiquita para recoger café.

«Prácticamente, eché mi niñez y juventud recogiendo café; no me gustaba, pero tenía que hacerlo por la necesidad. Después, ya me gustó, y también hacer cualquier tipo de trabajo. La gente me dice que por qué soy así, como una hormiga de trabajadora, y queriendo las plantas, los frutos..., será porque soy hija de campesinos.

«Mire usted, esto del brazo es de una hormiga rabúa negra que me picó; tendré que tomar benadrilina y echarme luzbrillante porque si no, mañana no puedo recoger. No es una hormiga abundante por aquí, está salteada, pero parece que a mí me hace daño. Tanto como no tomar café al amanecer, vaya; hasta dolor de cabeza me da, si me falta. Y no es que tenga vicio, pero...»

Le pregunto por cómo es la vida de una mujer entre tanta loma, tan apartada del pueblo, del asfalto, de la «modernidad», y se asombra, como si todas las vidas no fueran iguales. Después de repetirle la interrogante de varias maneras, cuenta que es la única mujer de su brigada, donde «me consideran bastante, a un lugar muy encaramado no me dejan ir».

En el momento de nuestro diálogo, Irene vivía con su hijo más chiquito, que ya andaba bordeando los 30. También compartía entonces techo con su mamá en un lugar llamado Arroyo de los Chinos. «Es una casita de guano y tabla de palma, el agua hay que cargarla, pero la carga mi muchacho.

«A mí me gusta mucho criar animales. Tengo puerquitos, una puerca que me parió diez, y uno con ciento y pico de libras; también tengo dos gallinas y ocho pollos que ya están pa’ caldo.

«Ya a las cuatro y media, antes de cantar los gallos, estoy despierta, y a las seis lo tengo todo preparado, la comida echada a los puercos, y cuando los pollos se tiran del palo, ya también les tengo su comida. La primera que entra aquí al cafetal soy yo; a veces ni el mismo finquero ha llegado».

Al preguntarle a Irene si alguna vez ha intentado mudarse, cambiar de lugar y de trabajo, se asombra, se sorprende: «¡Qué va, lo mío es esto aquí!, que es un lugar muy bueno, rico, porque caminas amplio, para donde quiera. Si estás aburrida, vas a ciertos lugares que una conoce y allí puedes ponerte a oír el canto de los pajaritos».

Irene estudió hasta noveno grado: «No sé qué será, que yo quisiera aprender más cosas, pero no llego». Nunca había estado en La Habana, y al cine había ido una sola vez. «Al video sí que voy a veces, cuando terminamos temprano».

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Esta granmense de casi 60 años no había montado en avión y tampoco se había bañado en una piscina o en la playa. «La vida del monte es así», me aclaraba casi a modo de reconvención por preguntar cuestiones que para ella llevaban respuestas obvias.

«Computadora sí yo sé lo que es. Las he visto en la escuela de Arroyo de Jiguaní, que está de Matías para allá. La peluquería queda en el centro de Matías y yo vivo, vea, a unos cinco o seis kilómetros, por eso he ido pocas veces, cuando tengo mi tiempo; lo más es buscar los alimentos, que no me falten. Ah, y recoger café.

«Lo que más me gusta ver es una mata de café bonita, que no haya goteo ni quemazón. Cuando me topo con una mala, se me corta el cuerpo; la recoges, pero no es lo mismo, se te pierde el entusiasmo.

«No me disgusta ni cruzar el río, ni mojarme con las matas al entrar por la mañanita. A la verdad, yo no soy persona que se molesta porque haya rocío. Aunque me gusta la diversión, el bullicio del pueblo sí que me molesta. De todas formas, prefiero ponerme a escuchar los pajaritos, aunque no en jaula, sino libres como yo».

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