DE CUBA, SU GENTE: Abajo, estatuas anónimas

DE CUBA, SU GENTE: Abajo, estatuas anónimas
Fecha de publicación: 
1 Junio 2016
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Buscaron la verdad, pero al hallarla, no creyeron en ella.

Luis Cernuda

 

El otro día fui a la Fototeca de Cuba. Es algo que acostumbro a hacer, parte indispensable de mis devaneos por la ciudad.

Cuando llegué, estaba entrando un grupo de extranjeros. Deduje al momento que eran alemanes, así que enseguida supe que no entendería demasiado de lo que decían. No manejo ninguna lengua germánica. Pero qué importa. La fotografía no necesita traducción.

 

Subí las escaleras junto con el grupo de alemanes, ya saben, todos rubios, de ojos clarísimos, hablando como mandándose.

 

Una muchacha como de un metro ochenta, a todas luces cubana, estaba acostada en las escaleras que conducen hacia la Fototeca. Los alemanes que pasaban le hacían fotos.

 

De la nada apareció un mulato y la tomó por la cintura. La levantó como si de Simba en El rey león se tratase. La muchacha era muy delgada. Y muy fea. Pero se sabía vender a sí misma: en inglés y en español le decía a los extranjeros que ella podía posar para cualquier foto por un cuc.

 

Subí apresurada –huyo siempre de la vergüenza ajena– y entré en la sala de exposición. Dentro estaba hablando un hombre de nombre muy largo y ostentoso (según se presentó él mismo). Luego supe que se trataba del director de la Fototeca. ¿Pero eso acaso importa? Lo que sí importa es que este hombre empezó a mostrar fotos de la historia de Cuba, desde 1898 hasta nuestros días.

 

La Plaza Vieja, 142 años antes. Un caballo sentado sobre un hombre negro, fotografía anónima. Instantáneas de Joaquín Blez: chicas desnudas de 1920 encerradas en perfectos círculos. Fotografías de Korda: Fidel, el Che; una foto que se titula Retrato y que muestra a una persona que asoma su cabeza por encima de una alcantarilla en la Plaza de la Revolución.

 

Y fotos de Raúl Cañaverales, que inspiró a toda una generación de fotógrafos modernos. Y por supuesto, par de fotógrafos modernos: Claudia Corrales y Orlando García.

 

Claudia y Orlando, jóvenes los dos, expusieron sus fotografías en diapositivas, acompañadas de explicaciones en inglés. Ese inglés que solemos saber los universitarios cubanos. Ya saben, nos hacemos de alguna manera entender, más que nada entre nosotros mismos. Pero qué importa. Las fotografías hablan siempre por sí solas.

 

A Claudia la fotografía le viene por la sangre. Quizás por eso, a pesar de cierto oficio y sus buenas teorías al respecto, todavía parece buscar su identidad con la cámara. De alguna manera, buscándose a sí misma. De alguna manera, buscando a su padre, ya fallecido. Quizás queriendo entablar con él diálogo. Quién sabe.

 

La obra de Orlando encierra una pasión sin sombras. Me confiesa que solía salir desesperado con una cámara en mano por toda Cuba, para fotografiar a su gente. Pero que ahora no. Ahora lo que Orlando cree –y vive– es que la fotografía está ahí, en la calle, esperándolo, y que él solo tiene que estar en el momento exacto, en el sitio correcto, para encontrarse con la imagen que le aguarda.

 

Claudia y Orlando mostraron fotografías callejeras, con preocupación, cada una expresada a su conveniente y legítima manera, por la religión y los cambios que vive la sociedad cubana. Claudia, además, agregó interés por tratar asuntos femeniles, como el cáncer de mamas.

 

El arte siempre llena. Qué se le va a hacer. Va directo al corazón. Y puede ser que de ahí mismo venga.

 

Por eso fue difícil ver como los alemanes, ya para entonces acomodados en la sala, estaban más interesados en los movimientos azarosos del labrador que estaba sentado a mi derecha –muy hermoso el canino, es cierto– y en la música –una conga– que sonaba afuera, sobre los adoquines ardientes de la Plaza Vieja, que en las secuencias de fotografías que proyectaban los artistas.

 

Yo sí las miré atentamente e intercambié correo y teléfonos con los fotógrafos, pensando en futuras entrevistas.

Luego me fui y dejé el tumulto bebiendo whisky en un brindis que, igual, seguía estando más que nada centrado en el perro.

 

Cuando bajé las escaleras, la muchacha de uno ochenta guardaba un fajo de billetes de a uno en el diminuto bolsillo de su short.

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