Un papel en el piso puede parecer poca cosa. ¿Un gesto mínimo, casi imperceptible, en medio del trajín citadino? Pero cuando ese gesto se multiplica, cuando se vuelve costumbre, cuando se normaliza, entonces sobrevienen dificultades mayores.
No se trata solo de estética. Aunque es cierto que una calle limpia transmite orden, respeto y hasta dignidad, el problema va más allá. Tirar basura al suelo —papeles, envoltorios, tickets, servilletas, latas vacías— es atentar contra el entorno compartido. Se convierte en una agresión cotidiana a la esfera común, ese espacio físico y simbólico que habitamos todos y que refleja, en su estado, el nivel de cuidado que somos capaces de ejercer.
Cierto es también que en este fenómeno muchas veces se combinan la conciencia individual de cada ciudadano con factores objetivos, pues, en Cuba, los cestos y contenedores de basura escasean en muchas zonas o no dan abasto para los desechos de las comunidades; los servicios de recogida no son sistemáticos; y la señalética ambiental es insuficiente. Todo ello se ha visto agravado en los últimos años por el impacto de la crisis económica, que ha limitado aún más la disponibilidad de recursos materiales y logísticos para sostener una infraestructura adecuada.
Así que el acto de desechar basura en el piso puede estar condicionado por la falta de opciones y, frecuentemente, hemos asistido a razonamientos como: “tiro el papel al suelo porque no hay donde echarlo”. También influye el ritmo de vida. El apuro y la sobrecarga de quehaceres pueden provocar desconexión con el entorno y propiciar que algunos lancen desechos en lugares inadecuados sin mucho analizar, como quien se quita un peso de encima. Y hay quien lo hace sabiendo que está mal, pero confiando en que “alguien lo recogerá”, lo que convierte a esa figura abstracta —el barrendero, el trabajador de Comunales o el vecino concienzudo— en el chivo expiatorio de negligencias ajenas.
Pero, ¿qué impide que ese papel de una pizza, que esa lata de cerveza, que el envoltorio de unas galletas, se guarden o sostengan hasta encontrar un cesto o, en el peor de los casos, llegar a nuestro destino? ¿Qué nos falta para que el gesto cambie? No se trata solo de infraestructura, sino de cultura, educación, civismo.... La actitud correcta va de entender que el espacio público no es tierra de nadie, sino la tierra de todos; y cada papel arrojado es una renuncia a ese principio.
A lo largo de los años, ha habido campañas, carteles e iniciativas comunitarias o de proyectos ambientalistas. Pero muchas veces no logran calar. En cualquier caso, no resultan suficientes para mitigar una problemática que parece estar en ascenso. Quizás algunas de las campañas apelan al deber sin conectar efectivamente con la emoción. Quizás los carteles y letreros se enfocan solo en la norma, en la sanción, y no en el estímulo de la conciencia. Quizás las iniciativas tienen resultados muy favorables, pero circunscritos a contextos puntuales.
Mientras esperamos el necesario mejoramiento de las condiciones materiales, debemos procurar algo que cuesta menos y vale más: la conciencia. No hay que añadir más desechos al preocupante panorama de la salubridad urbana. Debemos asumir que la limpieza de nuestras calles no empieza por el barrendero, sino por la decisión mínima de guardar un papel.
Dejar caer papeles, envoltorios, tickets, servilletas y latas vacías al suelo es reflejo de una cultura que aún no termina de asumir que el espacio público nos pertenece a todos, y, por tanto, nos compromete. Cada acción de descuido —por prisa, por hábito, por falta de opciones— revela fracturas en la responsabilidad colectiva. Mientras no entendamos que la calle, el parque y la acera también son casa, seguiremos tirando sin mirar, esperando que otro recoja lo que dejamos atrás. Pero el cambio no vendrá por decreto ni por carteles: llegará cuando el respeto por lo común se vuelva costumbre, cuando el suelo deje de ser depósito fortuito y sea territorio compartido.