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La Guerra Chiquita: eco de la voz por la independencia

El primer pronunciamiento en armas de lo que pasaría a la historia de Cuba como la Guerra Chiquita ocurrió la noche del 24 de agosto de 1879, en un sitio entre Gibara y Holguín. Comenzaba una nueva guerra contra el colonialismo español.

Los empeños independentistas tomarían mayores bríos casi dos días después, el 26 de agosto, cuando, después de enfrentar de cerca a militares españoles, José Maceo, Guillermón Moncada y Quintín Banderas abandonaron Santiago de Cuba en busca de la manigua. Se trataba de tres líderes de extracción popular que habían alcanzado prestigio como valientes mambises durante la Guerra de los Diez Años. 
  
Aunque José, Guillermón y Quintín fueron protagonistas de estos sucesos, no eran los únicos veteranos de la anterior guerra que se habían involucrado en los preparativos de otra conflagración anticolonial. En Oriente también estaban comprometidos, por ejemplo, Pedro Martínez Freire, Flor Crombet y Pablo Beola, pero las autoridades españolas lograron apresarlos antes de que se alzaran. 

Una de las características de la Guerra Chiquita fue que las conspiraciones que la originaron se extendieron por todo el país e, incluso, el extranjero. Los historiadores Eduardo Torres-Cuevas y Oscar Loyola Vega apuntan en su libro Historia de Cuba. 1492-1898. Formación y liberación de la nación que en “más de diez países de América”, así como en España y Francia, se constituyeron asociaciones revolucionarias, denominadas clubes, tras el fin de la Guerra de los Diez Años:

“(…) En su membresía entraban lo mismo cubanos que extranjeros, simpatizantes todos de la independencia antillana. Aunque el número fluctúa, alrededor de cuarenta y dos clubes se fundaron en el occidente cubano entre 1878-1879 (…)”. 

“(…) Asimismo también se crearon clubes de mujeres, que desempeñaron un papel muy importante en la recolección de fondos y medicinas. En Jamaica se fundó; además, un club de jóvenes, que se encargaría de preparar a estos para el futuro combate independentista (…)”. 

Un joven originario de La Habana se vinculó con la organización de la nueva guerra y, a partir de entonces, se convertiría en una figura clave entre los partidarios de la independencia cubana: José Martí, quien por entonces empleaba el seudónimo de “Anáhuac”. A pesar de las precauciones que tomó mientras conspiraba en La Habana, Martí resultó deportado a España. De ahí pasó a Nueva York, donde comenzó a trabajar en tareas organizativas trascendentales junto al general Calixto García, máximo dirigente de esta etapa revolucionaria. 

En Estados Unidos, Martí actuó como un férreo defensor de la causa independentista, en tiempos en que el recuerdo del Pacto del Zanjón aún estaba fresco, muchos compatriotas se mostraban contrarios o escépticos respecto a la viabilidad de la lucha armada contra el poder colonial. De aquella época es su lectura en Steck Hall, New York, ante un grupo de emigrados:

(…) los cansados se fortalecen; las armas oxidadas salen de las hendiduras donde sus dueños prudentes las dejaron, en olvido no, sino en reposo; las pasiones humanas producen, excitadas de nuevo, sus naturales resultados; y aquella década magnífica, llena de épicos arranques y necesarios extravíos, renace con sus héroes, con sus hombres desnudos, con sus mujeres admirables, con sus astutos campesinos, con sus sendas secretas, con sus expedicionarios valerosos. Ya las armas están probadas, y lo inútil se desecha, y lo aprovechable se utiliza. Ya no se perderá el tiempo en ensayar: se empleará en vencer (…). 

A pesar de la voluntad de miles de cubanos, la Guerra Chiquita culminó cerca de nueve meses después de comenzar. Durante el tiempo que duró, los insurrectos resistieron prácticamente incomunicados entre sí y sin suficiente apoyo logístico de redes internas y exteriores, según recoge la historiografía. 

Aunque no se lograron los objetivos militares, el valor de esta conflagración radica en haber mantenido viva la llama de la independencia en un momento de aparente resignación nacional. La guerra comenzada en agosto de 1879 fue expresión de continuidad revolucionaria: antiguos combatientes y nuevas generaciones se unieron en una causa común, pese a la precariedad de medios. Esta breve contienda reveló que el espíritu de lucha de los cubanos no había sido derrotado por el Pacto del Zanjón, y que la voluntad de emancipación seguía latiendo en los campos, las ciudades y el exilio. Más que un fracaso, la Guerra Chiquita fue una transición necesaria hacia una conciencia más madura, que años después daría forma definitiva a la gesta por la libertad de Cuba.