La campaña actual de las donaciones de sangre me motiva a revivir varias conversaciones sostenidas con José Luis, un asiduo visitante de la Clínica Los Ángeles en 1957 y 1958 para efectuar algo alejado de lo angelical: entregar ese líquido vital mediante pago del que lo necesitara. Si éste no tenía dinero, ni hablar. Lógica acción a pesar de su fealdad en una sociedad desgarrada por la exaltación del mercado, la ley del valor y la entrega a los explotadores nacionales y extranjeros. Dichas charlas me iluminaron la conciencia en aquel y otros muchos sentidos semejantes.
El texto original de esas conversaciones con Pepe que ahora repito lo encamino sobre la primera persona y no lo monto en el lomo de la tercera como aparece en mi libro De las misiones más hermosas: Editorial Pablo de la Torriente, La Habana 2002. Las tuve a los 15 y 16 años, con mi familia en una buena posición, y yo sin dominar, como supe después, lo que sentenciaría el guerrillero poeta asesinado Roque Dalton cuando acusó a la propiedad privada de habernos privado de todo.
Tiempo de vampiros
Yo adoraba demasiado a las pesas para agigantar mis bíceps. Era un ciclón detrás de los muslos de mis condiscípulas del Colegio Cubano Arturo Montori, y me interesaba poco por la carrera universitaria que había de escoger. Total: sería el heredero principal de la Clínica Los Ángeles, en Línea entre J y K, Vedado, propiedad de mi padre. Ya tenía mi carrera.
Por allá caía todas las mañanas José Luis, pese a que vivía en Bejucal. En ella se buscaba la vida, sin ser empleado oficial, ese Tallo de flor marchita, como lo llamaba la enfermera Nancy. Él, sonrisas ante el mote. Ser táctico y aun simulador le era indispensable. En aquel centro hospitalario mutualista ganaba par de pesos por cuidar a un paciente ingresado hoy, pasado le entraban dos pesetas por ayudar en la cafetería o botar la basura, aunque su labor especial era la de donante de sangre pagado.
Era un aura rondando los cuartos de los enfermos para encontrar a los que necesitaban transfusiones y no tenían familiares o amigos capaces de proporcionarlas o, simplemente, preferían comprar el líquido rojo. Rápido, se brindaba por los diez o quinces pesos que le soltaban. Nuevo bautizo para el donante comercializado. Ana María, la bien dotada en lo físico secretaria de mi viejo le puso a José Luis, el Amigo de los vampiros. La gente lo acortó el apodo y Vampiro por aquí y Vampiro por allá. Me gustaba llamarlo así. Me seguía la broma y hasta me daba palmaditas en la espalda.
Alguna vez el juego se deslizó por la crueldad. No me escabullí del choteo y hasta lo encabecé: no sabía qué era acostarse con el estómago vacío, ni el uso de los zapatos cuando eran casi más huecos que calzado. Pepe Luis sí era graduado de esa terrible universidad callejera. Mientras, yo aprendía con este hace de todo para sobrevivir muchas asignaturas de la licenciatura en miseria: gran parte de los cubanos la estudiaban en vivo y en directo. En cierta oportunidad le dije: “Te vas a matar, Vampiro. Das tu sangre dos tres, cuatro veces al mes...” Me respondió ríspido: “¿Qué tú quieres? Si me consigues un trabajito fijo por ahí, avísame. Mientras no aparece, ¿cómo llevo los frijoles para mi casa?”
“La mujer, ¿eh?”, le solté. “¿Casado?, ninguna con dos dedos de frente se fija en mí. Mijo, el amor en el Tía Nena Club: con dos baros y a gozar. Mira, papá se ñampeó hace tres años, mamá y mis dos hermanitos tienen que jamar. De esos vejigos voy a sacar algo: hasta van a estudiar en la universidad, no pueden convertirse en un vampiro como yo”. Después de la risa: “Te cuesta trabajo entenderme: te disparas mensualmente de merienda el salario en ese mismo tiempo de un trabajador de Obras Públicas. Con la barriga repleta es difícil comprender muchas cosas y el alma se pone dura como el jiquí”.
Todos estos recuerdos se batieron en mi cabeza al encontrarlo en el Banco de Sangre de la calle vedadiense 23, muchos años más tarde. “Vampiro, ¿qué haces aquí?”, le pregunté. Me respondió: “No vengo a jugar pelota: vine a lo mismo que tú, lo único que ya no hay plata por el medio para mí. En la cuadra me convencen; saben que tengo oficio en esto y pronto los años no me permitirán hacerlo. Pero, por dinero... Ahora, ni por mil cocos me dejo pinchar.
Durante el intercambio de remembranzas, me cuenta: “Mis hermanos son profesionales, uno de ellos es médico. ¿Qué te parece? Soy tornero, con título de obrero calificado, no hay engañifa, mi herma. Los últimos años de mamá fueron más felices. Claro que el lío está durísimo, pero ya saldremos”. Luego de una sonrisa me dice: “¡Vampiro? Por lo visto aprendiste quienes eran de verdad los vampiros y les vendiste. Oye, me tenían contra las sogas y me sonaban todos los golpes habidos y por haber. Escapé, escapamos, y jamás volverán a agarrarnos”.