¡¡¡SOS MUNDO!!!: En defensa de Ucrania (II)

¡¡¡SOS MUNDO!!!: En defensa de Ucrania (II)
Fecha de publicación: 
16 Junio 2022
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Estación del metro de Kiev

Y pasó el tiempo. Y volví muchas veces a desandar el mar. En los años siguientes a mi graduación en Lvov en 1983, y hasta hace relativamente muy poco tiempo, regresé a Moscú y a Kiev, una y otra vez. En 1990 gané un premio como periodista, que incluía uno de los últimos viajes de turistas cubanos a la Unión Soviética. Puedo decir que vi de cerca la caída del socialismo, la desintegración de la URSS, y el nacimiento de Rusia y Ucrania como nuevos estados independientes. 

Profundizar y explicar los fenómenos de todo tipo, que llevaron a la actual guerra entre ambos países “hermanos”, es tarea de historiadores, filósofos, expertos en geopolítica y otros especialistas que merecen todo el respeto. Soy, sin embargo, testigo excepcional de cómo en aquella república donde estudié y viví cinco años, seguramente los mejores de mi vida, se fue sembrando primero –y regando después como parte de un plan preconcebido por terceros– el germen de los sentimientos antirrusos, convenientemente mezclados con el virus del antisovietismo.

Del desmoronamiento de la URSS conservo dos recuerdos tremendos de aquel viaje en 1990. Primero: a Gorbachov pidiendo a gritos, rogando ser escuchado en medio de una sesión del Parlamento: “¡¡¡Camaradas, camaradas, camaradas!!!”… Y nadie lo escuchaba.  Segundo: minutos antes  de mi regreso a La Habana tomé para leer en el avión un ejemplar del diario Pravda, órgano oficial del Partido Comunista de la URSS. En su editorial en primera plana, con letras mayúsculas, había también un grito ensordecedor: “¡SOS METRO!”. La gran obra de la arquitectura soviética estaba muriendo por falta de voluntad política y financiamiento estatal para salvarla. Todo se estaba yendo a la mierda.

La caída definitiva de la URSS en diciembre de 1991 la sufrí casi en vivo y directo, a 9550 kilómetros de distancia, en la redacción del diario Granma donde entonces trabajaba. Aún no habían inventado las redes sociales, ni recuerdo teléfonos satelitales ni televisión internacional al alcance de los periodistas cubanos. Pero allí estaba yo esa tarde cuando Pedro Prada, uno de aquellos hermanos, compañero de estudios en Lvov, entonces corresponsal del periódico en Moscú, había informado que nos mantuviésemos atentos al telex, porque enviaría una noticia de extrema relevancia. Minutos después, cuando aquel aparato feo y ruidoso comenzó a vomitar la tira de hoja impresa, leí estupefacto: “acaban de anunciar que van a arriar la bandera roja del Kremlin, salgo para allá”.  Jamás olvidaré aquel momento.

De uno de esos viajes a Moscú en los años post Perestroika, aún me desvela la imagen de una señora de unos cincuenta años, esbelta y estilizada, que debió haber sido bellísima en su juventud. Vestía con el traje típico ruso, pero de colores muy claros y de una sobriedad impecable. El cabello, canas brillantes, lo llevaba recogido en un moño perfecto hacia lo alto de su cabeza. No llevaba una sola joya. Cantaba como un espíritu celestial aquella triste melodía que se reflejaba en su rostro. Mientras, a la entrada del metro “Avenida Lenin”, de cuando en cuando, algún transeúnte conmovido echaba monedas en la cajita a sus pies. Por mucho tiempo pensé que se me había aparecido, a pleno sol, el fantasma insepulto de la Unión Soviética.

“¿Sabes a qué me dedicaba durante la Perestroika?”, me diría muchos años después, una madrugada mientras me paseaba en su Porshe a cien kilómetros por hora por una amplia y desierta avenida de Moscú, aquel amigo ruso a quien la vida finalmente le había sonreído gracias a su talento como productor de cine: “Pues yo robaba carteras y billeteras a los turistas en la Plaza Roja”. No fue por la velocidad del auto, a la luz de las muchas luminarias led de aquella avenida vi sus ojos humedecidos por la emoción.

Fue así, poco a poco, como un día me di cuenta que los soviéticos no habían traicionado entonces a Cuba: se habían traicionado a sí mismos, y les costó muchos lustros de penurias y grandes sufrimientos. Unos navegaron con suerte y malicia en el río revuelto, otros muchos apenas llegaron exhaustos a la orilla, los terceros se ahogaron irremediablemente en él. 

“¿Sabes cómo sucedió todo, cómo se repartieron las riquezas inmensas de la URSS al pasar del socialismo al capitalismo?”, me preguntó cierta vez otro de esos amigos brillantes que sucumbió al desastre. “Pues muy fácil, hazte la idea de cuando se rompe una piñata en un cumpleaños, quienes están debajo de ella, unos pocos, agarran con las dos manos la mayor cantidad de caramelos y bombones; otros, más alejados, recogen lo que llega de rebote hasta sus pies; los terceros se agachan y lograr alcanzar lo que queda tirado bajo los muebles, los cuartos no alcanzan nada; y la mayoría ni siquiera estuvo invitada o no supo nunca que hubo un cumpleaños”.

El embajador que cambió de idioma 

En 1990 tuve la oportunidad única de trabajar como traductor con los primeros niños de Chernóbil y sus familiares, que llegaron al campamento de pioneros de Tarará para atenderse las disímiles enfermedades provocadas por la catástrofe de la central termonuclear, que conmovió al mundo en 1986. De cierta manera, en lo personal, además de apoyar el gesto solidario de Cuba, fue una forma de retribuir en algo el amor que recibí durante los cinco años de estudios en Lvov.

Corría el año 1992 cuando me enteré que Ucrania, ya como estado independiente, abriría por primera vez su embajada en Cuba. Días después conocí a Aleksander (Sasha) Gnedyk, el joven enviado de Kiev, quien tenía la ardua tarea de asegurar las condiciones para la apertura de la sede diplomática en La Habana y la llegada del nuevo embajador de su país. Nos veíamos a menudo, en varias ocasiones compartimos con nuestras respectivas familias. Sasha y yo hablábamos siempre en ruso, su lengua natal. Para mí era la mejor manera de mantener activo aquel idioma que adoro. En nuestras conversaciones, mis remembranzas del Lvov salían a relucir con frecuencia y recuerdo haber percibido entonces que mi buen amigo no mostraba mucho interés cuando le comentaba con marcada pasión sobre aquellas lejanas tierras del occidente ucraniano.

Inaugurada la embajada, y con la llegada del flamante jefe de misión, Aleksandr Gnedyk terminó su trabajo en La Habana y regresó a Kiev. Nos despedimos con un gran abrazo. Un par de años más tarde, alguien llegado de España me dijo que el embajador de Ucrania en Madrid me enviaba calurosos saludos. ¡Era Sasha!

Pasaron otros cinco años hasta que cierta mañana me sorprende una llamada al teléfono: “¿Señor César Gómez? Espere un segundo que el embajador de Ucrania desea hablarle”… Del otro lado en perfecto español cubanizado escuché entonces aquel: “Oye, hermano, ¿qué se cuenta?”

Esa misma tarde nos volvimos a encontrar y –vodka y chocolates ucranianos de por medio– nos pusimos al día sobre nuestras respectivas vidas. Aleksandr lucía bien, algo más robusto y en su cabeza asomaban las primeras canas. El nuevo embajador de Kiev en La Habana seguía siendo el mismo hombre bueno y afable que yo había conocido más de un lustro atrás. 

Pero… en la medida que avanzaba nuestra conversación, me di cuenta de un detalle importante. Yo le hablaba como siempre en ruso, pero Sasha me respondía en español. Pasada la primera media hora, impulsado por los tragos y con la sinceridad de siempre, le pregunté: Oye Aleksandr, ¿puedes hablarme en ruso para poner también al día mi segundo idioma? Mi amigo bajó el tono de voz, y una sombra apareció en su mirada cuando me dijo: “César, yo soy el embajador de Ucrania ya no puedo hablarte en ruso, además… mi nombre oficial ahora es Oleksandr, aunque para ti sigo siendo Sasha”…

 SOS en otro Metro

En los años 2010 y 2011 regresé como periodista a Moscú y a Kiev. La capital rusa resplandecía con demasiadas luces y tantos autos que hacían intransitables sus inmensas avenidas. El metro moscovita no solo se había salvado, sino que inauguraba nuevas estaciones, ciertamente ya sin el esplendor de aquellas clásicas, pero con la belleza sobria y la utilidad práctica de los tiempos modernos que corrían. 

Cierta tarde invernal, mientras esperábamos más de una hora en una fila interminable de autos en aquella famosa avenida de la capital rusa con nombre reciclado, uno de los tantos amigos que hice a través de los años, devenido nuevo rico, me espetó de pronto, indignado por el tiempo perdido: “¿Tú ves todo esto? –se refería a los miles de carros de las más diversas marcas–. Pues todo es mentira, un espejismo. Nada se produce en Rusia, lo compramos a otros con el petróleo y el gas de nuestro suelo. Estamos empeñando el futuro”.

Una de aquellas noches, un grupo de cubanos nos trasladamos en tren de Moscú a Kiev, hacia la feria anual de turismo. Fue patético el cruce de la frontera. Me vi de pronto en uno de aquellos convoyes militares durante la segunda guerra mundial. Los soldados de la aduana ucraniana, muy poco amistosos, alumbraban con linternas nuestros rostros y pasaportes, y revisaban minuciosamente cada rincón encima y por debajo del tren. Ninguno nos dio la bienvenida a su país.

El mismo día de mi llegada a la capital de Ucrania debí trasladarme en metro. Una multitud como de búfalos me apretujó tanto que apenas podía respirar. Intenté con éxito resguardar mi maletín sobre el pecho. Al bajarme descubrí que me habían robado la billetera del bolsillo trasero del pantalón, para lo cual el ladrón deslizó, aún no sé cómo, su mano por debajo de mi sobretodo. 

Un día después alguien llamó por teléfono a la casa de Svieta, la amiga donde me hospedaba. Dijo haber encontrado la cartera con mis documentos y quería devolverlos. Recelosa, Svieta interrogó al hombre hasta estar segura de que no se trataba de una trampa. Nos citamos al día siguiente en una cercana estación del subterráneo. 

Al bajar del último vagón, según habíamos convenido, fue fácil identificarlo. Tal y como había advertido por teléfono, el hombre iba con su uniforme de trabajador del metro. Era bastante mayor, rostro arrugado, pelo muy blanco y hablar pausado. En un segundo comprendí que estaba muy lejos de ser ladrón o timador. Puso enseguida la billetera en mis manos, obviamente sin dinero, pero con todos los documentos y varios papelitos con mis anotaciones, entre ellas el teléfono de Svieta gracias al cual me localizó. 

Sin darme tiempo a agradecerle, me preguntó de sopetón: “¿Cubano, de Cuba, de Fedia Castro?… Cuénteme cómo está todo por allá, aquí ya no tenemos socialismo, las cosas cambiaron”. Nos abrazamos en silencio. No recuerdo su nombre, pero jamás olvidaré aquella mirada triste, ni lo que sentí cuando me dijo su edad. Aquel abuelo y yo habíamos nacido el mismo año. 

El metro de Kiev por aquellos días del 2010 utilizaba los viejos vagones de la época soviética. Parecía como si en los últimos veinte años nadie les hubiese siquiera dado una mano de pintura, en su lugar habían pegados miles de posters de publicidad. En las noches andaban casi a oscuras y demasiado ruidosos. Las estaciones, como los trenes, mostraban el signo de la decadencia total.

A Sasha Gnedyk lo llamé al llegar a Kiev y quedamos en vernos. Era otra persona, también había envejecido y ya no usaba aquellos trajes con lindas corbatas. Supe que el nuevo gobierno lo había dejado fuera del Ministerio de Exteriores y andaba con planes personales vinculados al comercio con Cuba, y con algún problema cardiaco del cual no me dio detalles. Hablamos nuevamente en ruso y nos despedimos con tristeza, como si ambos hubiésemos percibido que no nos volveríamos a ver. 

En días recientes, para escribir estas líneas, busqué infructuosamente su nombre en Internet. No lo encontré, (ni en ruso, ni en español, ni en ucraniano), ni siquiera cuando traté de hurgar su historial como embajador en La Habana, o en Madrid. Extraño a ese buen hombre que con tanta fidelidad representó a su país. Daría cualquier cosa por tener buenas noticias de él. 

Mientras tanto, el planeta cayó en la última trampa de quienes odian y destruyen, sin que ningún periódico hasta el momento haya publicado en primera plana un inmenso SOS MUNDO con tres signos de admiración. 

(Continuará…)

 

Leer Más Recuerdos más claros que oscuros: En defensa de Ucrania (I)

Comentarios

Excelente escrito, me atrapó desde el inicio, gracias por compartir esas experiencias y espero el próximo artículo con ansiedad. S2sss.
alfredo.alvarez@etecsa.cu
Muy interesante y ameno espero la continuación antes que desaparezca uno de los fraternales hermanos en este terrible caso Ucrania que según las declaraciones de varios dirigentes rusos no debería existir. Ayer aquel que alternaba gobiernos con Putin creo que Mendevdeyev no sé como rayos se escribe lanzo esta pregunta que a lo mejor el escritor de este articulo pudiera responder ¿Quién dice que Ucrania aparecerá en el mapa dentro de dos años?
castillo1359@yahoo.es
Arquero,Eso es realismo Politico,Ucrania misma ,con el protagonismo de sus lideres engatuzados por la OTAN y el manipulador de siempre,se han puesto en esa posicion.Sentimentalismos aparte,Medvedev solo es Pragmatico,cuando hace la mencion a la que ud hace alusion y que comprendo,cataliza la sensibleria de primer instinto en muchos que se detendran en ese fragmento del mas extenso comentario que la contenia.
Deberias ampliarlo y empatarlo con el resto de tus experiecias y hacer un libro, que será, por lo leido hasta ahora, muy interesante. Vamos Cesar, embullate y ponte a recordar y escribir...Un abrazo
lazfar@aol.com
Estoy frente al monitor, pensando que escribir y mis ideas no me brotan, yo como usted estudie en la antigua URSS, por eso duele tanto lo que esta pasando, muchos no entienden el porque y el como se llego a esto. Gracias por su articulo, espero la continuación de este.
robertoiborycasate@gmail.com

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