Manuel Porto: “Un actor no puede ser mala persona”

Manuel Porto: “Un actor no puede ser mala persona”
Fecha de publicación: 
5 Octubre 2020
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Manuel Porto estremece de principio a fin en persona. Reconocido y aplaudido como actor de altos quilates en Cuba, su pasión y deseo mayor es educar desde el entretenimiento a los espectadores, no con atrezos e insignificancias, porque un artista como él, con una historia impresionante que bien daría para hacer una película biográfica, nunca se permitiría tales banalidades.

“No me gustan las entrevistas por teléfono, son muy impersonales”, voy hasta su casa, me dice días antes de cumplir 75 años de vida, el 28 de septiembre. La oportunidad llega a concretarse y en una suerte de diálogo fecundo por más de una hora, donde Porto habló de sus años como militar, los inicios en la actuación y otras pasiones que mueven sus días.

Usted fue combatiente internacionalista en segundo grado ¿Temió por su vida? ¿Fue dura la experiencia?

Cuando triunfó la Revolución, era un niño pobre de 13 años, hijo de un español que vino sin conocer a nadie y aquí hizo su familia. Se casó con mi mamá, tuvieron a mi hermano y luego a mí.

Yo crecí en una finquita cerca del central Toledo, por allá por donde está la CUJAE (Universidad Tecnológica José Antonio Echevarría), que cuando aquello nada de eso existía, todo era cañaverales. Ayudaba a mi papá en la finquita, junto con mi hermano y mi mamá era una criada en el reparto Country Club.

Mi padre tenía un carrito, con eso vendía sus “litricos” de leche, luego de nosotros ordeñar las vaquitas. También teníamos unos “puerquitos”, y a mí me tocaba recoger el sancocho para los puercos en un carretón, pasando por la casa de Mariano.

Un día se aparecieron unos fusiles maravillosos, con una estrella Blanca y el uniforme verde olivo, que bajaron de las montañas y aquellos niños pobres (entre ellos yo), fueron beneficiados por esos rebeldes que bajaron de las montañas.

Se formó en Cuba la primera organización juvenil que fue la Asociación de Jóvenes Rebeldes (AJR) por allá por los años 60, y me incorporo. Existían también las brigadas juveniles de trabajo revolucionario, que eran como un brazo armado de la AJR, para apoyar al Ejército Rebelde y prepararnos a nosotros.

La primera misión que le dio Fidel a esas brigadas fue subir cinco veces el Pico Turquino, como si estuviésemos combatiendo en la Sierra Maestra. Tenía 14 años y nunca me había separado de mi familia, pero mis padres me autorizaron.

Luego de prepararnos bien ahí, regresamos para una escuela militar para niños ricos, la Havana Militar Academy, que hoy hay un importante hospital cubano: Las Padreras. Esa escuela fue tomada por los primeros 192 niños pobres luego del Triunfo de la Revolución, y entre ellos estaba yo. Ahí nos preparamos en infantería marina, artillería terrestre, armas antitanques.

En el año '77 fui llamado para ir a combatir a Angola y dije que sí. Estuvimos un año y pico por allá como artilleros de la antiaérea, ya era casi actor porque empecé esta carrera en ICRT en el año '67. Nos situaron en el aeropuerto de Luanda y allí tuvimos la suerte de no tener que ir al combate, como otros hermanos que si cayeron en disímiles lugares de África.

Estando allá empezamos un gran movimiento artístico en las tropas porque en Angola había varios artistas y muchos jóvenes que fueron los más arriesgados, los jóvenes salvan al mundo, enredan al mundo y a veces lo embarcan, pero por lo general no porqué, tienen un pensamiento humanista de verdad.

Tenía treinta y pico de años, dos hijos, en mi grupo habían muchos padres de familia también. La sensación de estar fuera de tu país, ese estado de no saber si te ibas a ir o a mantener allí, es más difícil, incluso más triste, permanecer en esa inercia protegiendo y cuidando, que estar directamente en combate. Era espantoso estar acuartelado esperando, sabiendo que en cualquier momento nos mandaban para otro lado a fajarse.

Tuve la facilidad de hacer cosas artísticas con la misión en un lugar de descanso que se llamaba Rosa Linda, eso me ayudó a crear.

¿Cómo llega a vincularse al ICRT? ¿Cuándo llega esa curiosidad o bichito por la actuación?

Cuando era chiquito mi papá decía que yo iba a ser comerciante o negociante, la que decía que iba a ser artista era mi mamá, era muy ocurrente. Después en la escuela para jóvenes me decían el German Pinelli de la tecnológica, porque era el que presentaba, pero nunca me pasó por la mente ser artista, por ninguna razón.

Jamás pensé que pudiera tener talento, además de que en mi familia nadie pensaba eso. Mi hermano fue pelotero profesional, José Porto, jugó en Estados Unidos y México antes del Triunfo de la Revolución y luego se quedó acá.

Por razones de mi vida, yo dejé todo ese movimiento y un día acostado, allá por el año ‘65, en la cama de mis padres le dije a mi viejo que iba a volver al ejército y él se puso muy contento, vi como las lágrimas le corrían de los ojos, porque era muy comunista, fue combatiente del Movimiento 26 de julio, según me dijeron, porque él nunca hablaba de eso.

Ya estaba el servicio militar andando y me presento al tercer llamado, donde paso a otra escuela y en ese tiempo empiezan, en las Fuerzas Armadas, el Movimiento de Artistas Aficionados. Me preguntan si quería entrar al movimiento, iban a hacer un grupo de teatro y danza e inmediatamente le dije al tipo que no, que yo no entro en eso, “soy de Pogolotti mi hermano”, le dije al que me fue a buscar en ese entonces.

Cuando me dijeron que si entraba al Movimiento de Artistas Aficionados tendría pases los fines de semana, le dije que me apuntara, porque lo mío era salir de pase, nada de teatro o actuar. Hasta que un día nos llamaron que teníamos que presentarnos urgente en el ICRT, ante el comandante Jorge Serguera, quien era el presidente del ICRT en aquel momento.

Me iba interesando la actuación, dirigir una obra y no me daba cuenta. Ese día había unos 60 muchachos del servicio militar para hacernos pruebas como actor, director o técnico, y yo quedé en el grupo de los actores.

El primer personaje que recuerda una vez en el ICRT…

Empezaron los primeros y segundos bocadillitos, hasta que nos contrataron y seguimos haciendo cositas. Recuerdo que un día estábamos almorzando y se nos acerca un director de televisión y pregunta si éramos los actores del ejército, le digo que sí y nos comenta que en su programa infantil “Siempre listos”, necesitaba un actor.

Era la única forma de saber si servía o no servía. Ese fue el primer programa que hice en televisión, en vivo, como aquel entonces. Hacía de un militar que llegaba al aula de los niños, porque uno de ellos había escrito una carta a un miembro del MININT para que viniera a contarles de su vida.

La noche anterior estudié muchísimo, hicimos dos ensayos previos, pero a la hora de salir al aire, todo aquello se me olvidó y empecé a contar cómo era la vida de un militar de las Fuerzas Armadas de la defensa antiaérea. Aquello era en vivo y no te podías callar, había que inventar porque todo el mundo se da cuenta que te quedaste en blanco.

Luego vino el director a felicitarme por lo bien que lo había hecho. Eso me ayudó a decantarme por la actuación, sino hoy hubiese sido Porto el General, o hubiese muerto en Angola.

Cuando pasan los años uno va aprendiendo, siempre, porque nunca se aprende todo y empiezas a valorar muchas personas que te recibieron. Empezamos a descubrir la importancia del oficio. Fueron los grandes actores que me rodearon, los que me enseñaron la importancia social para los seres humanos de la carrera actoral, o del arte en sentido general.

La función del arte es entretenerte y formarte, hay que luchar porque el arte prepare, esa es la bronca de mi generación. A mí me dio clases Vicente Revuelta, Reynaldo Miravalles, Raquel Revuelta, el propio Navarro en la escuela de superación para actores del ICRT, donde se formaron muchos actores estelares.

Todo lo que sea mandar un mensaje para bien, interpretando un personaje, una canción o una danza es una profesión extremadamente humana. Entre esos maravillosos profesores había un dramaturgo, Carlos Piñeiro, que un día me dijo que interpretar es más que actuar. Fue la mejor clase que he recibido en mis 53 años de profesión.

Piñeiro me decía que cuando alguien me diga ‘que bien te salió la actuación’, preocúpate, porque se dieron cuenta de que estabas actuando y el lío este es que la gente no se dé cuenta. Todo eso lo transmití en Korimakao.

Usted ha realizado muchos personajes secundarios ¿qué importancia le otorga a ese tipo de interpretación?

No hay personajes secundarios. Pueden escalarlo o darle el orden que quieran, pero cuando ganas el primer premio de actuación en un personaje secundario, entonces ¿por qué te dan el primer premio?

Lo importante no es el nivel que dicen ellos, sino como el actor enfrenta ese personaje, aunque no hable. No siempre los personajes protagónicos son los mejores personajes. Incluso una tercera figura puede tener más conflictos en la historia que los protagonistas.

El proyecto Korimakao ¿cuánto ha sensibilizado a las personas de esa comunidad en la Ciénaga de Zapata?

Sigo diciendo que la gente para que llore no podemos entrarle por el pecho, sino por el cerebro, porque para llorar primero piensas. El sentimiento comienza en el cerebro, el corazón no es un órgano que produce lágrimas ni risas, por lo tanto, la gente tiene que entrarle por el cerebro.

Tratamos de hacer eso con Korimakao, con gente de la calle, prepararlos para que lleven espectáculos a la comunidad y a otros lugares, al Escambray, a Pinar del Río, a Santiago de Cuba, a Venezuela o a Francia.

Me interesa mantener a mi lado a un mejor ser humano que un buen artista. Al primero lo voy formando, porque un actor no puede ser mala persona, o egoísta, ambicioso o creerse superior a los demás, tiene que estar al mismo nivel que cualquiera que va a la bodega, de tu barrio o cuadra. Por eso, no vas a dejar de ser buen artista, por el contrario.

¿Qué puede decirme de su amistad de tanto tiempo con el actor Rogelio Blaín?

Blaín era un dulce, estuvimos juntos muchísimos años, éramos hermanos. Siempre nos llevamos bien, nos respetábamos y queríamos, había mucha ética. Con él y otros más hacíamos guardia, en la oficina del presidente del ICRT, en la etapa de soldado. Imagínate las cosas que se nos pudiera haber ocurrido allí. Blaín me defendía porque soy muy apasionado, a veces digo cosas que me arrepiento, pero ya las soné.

Otro que también es mi hermano y no es de ese grupo, pero fue el tipo que se hizo cargo de mis hijos, cuando me fui a combatir para Angola. Pase lo que pase en el mundo y en la vida, siempre será quien me protegió, cuando no sabía lo que me iba a pasar. Si algo malo sucedía, él se encargaría de mi familia. Ese es Enrique Molina.

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