Bodas, fiestas de unión familiar
especiales
Foto: Daniel Houdayer/ Sierra Maestra
El calor hogareño y la intimidad familiar que se siente al celebrar el cumpleaños de alguien de casa u otro familiar, también con motivo del día de las madres y los padres, al igual que las jornadas festivas por fin y año nuevo, entre otros encuentros, en general devienen ocasiones sagradas, saciadas de alegría, que saldan anhelos de nostalgia y contemplan una gran armonía.
Casi siempre, cuando uno analiza las oportunidades en que una buena parte de la familia se reúne piensa en las festividades de corte religioso, en la marcada fiesta por el primer año del niño o la niña, después en sus 15, que incluye además del festejo, a veces con brindis y baile en parejas, las fotos y los días en que se enseñan a la familia, los amigos de la escuela y vecinos.
Sin embargo, hay una muy especial, un poco olvidada por su desuso, no solo por las parejas jóvenes, sino también por la generaciones hoy día de los 40 y 50 años, y se debe, de cierta forma, por la superficialidad en que tristemente ha caído, muchas veces por la necesidad de trámites (por papeles), y otras razones amparadas en gastos y cuestiones logísticas que ameritan de esfuerzo.
No es hasta hacerlo que una pareja es capaz de imaginar lo agradable y perdurable en la memoria de los novios e invitados, que son las bodas, casamientos o nupcias, como cada quien desee llamar al acto, pues, como ningún otro día, por atípico y especial que es, en un mismo espacio y tiempo, convergen en un mismo espacio amigos de toda la vida, familia cercana y lejana.
El día de mi boda, entre contratiempos, característicos de la ocasión, cuando llegué al lugar, la emoción me agitó el nerviosismo que tenía por el maquillaje y peinado intocables, la cola del vestido que se me enredaba, los pies saturados de curitas por las ampollas que no entendían de tacones, el miedo escénico de caminar frente a todos hasta llegar al altar.
Pero no importó el corre corre por las flores y la decoración hecha por nosotros mismos y terminada una hora antes de que comenzaran a llegar los invitados. Esa escena de al llegar, ver a toda la familia y amigos juntos, con una expresión genuina de alegría para mi fue una de las sensaciones más gratificantes, una memoria fotográfica en mi mente que nunca olvidaré a pesar de los años.
Desde los hermanos, hasta primos y tíos, incluso de otras provincias, que se despreocupan del dormir apretados, la sensación de los abuelos de ver a su segunda generación del árbol genealógico casarse. Los grandes amigos de la infancia que llevan con uno más de dos décadas. El tío cómico que se la pasa con chistes, la prima que no para de hacerse fotos para Facebook.
Asimismo se recuerda a la abuela que se impresiona y arroja par de lágrimas al inicio con la intervención del notario. Las fotos de los novios con los padres, hermanos, abuelos, tíos, primos y amigos. Después el momento de picar el pastel, siempre habrá alguien que te embarre de merengue o juegue con este con el primito más pequeño de la fiesta. Más tarde el brindis.
De bodas supe primeramente por las fotos en blanco y negro de mis abuelos y padres, y en el mismo caso también las de la familia de mi esposo, unas a color y otras en blanco y negro, y es que a pesar de lo descolorido, ello no interfirió que con el pasar de los años las imágenes transmitieran una alegría y unión familiar encantadora, una felicidad tal como muy pocas veces vuelve a palpitar.
La unión formal entre dos personas, un paso para los hijos (aunque hoy día no es obligado estar casados para tenerlos), y vivir solos (el que se casa, casa quiere), es más que un par de anillos y un acta de matrimonio, ese día, un corto capítulo de tiempo, así sea con pocos invitados, es especial e inolvidable como pocas cosas que se disfrutan plenamente en la vida.
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