ARCHIVOS PARLANCHINES: Golpiza en el recibimiento de Lindbergh

ARCHIVOS PARLANCHINES: Golpiza en el recibimiento de Lindbergh
Fecha de publicación: 
28 Agosto 2022
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El viaje a Cuba del famoso piloto Charles Lindbergh, en 1928, luego de su memorable vuelo sobre el Atlántico, marca toda una época en la prensa amarillista de Cuba, aunque, bueno es aclararlo, al hecho no le faltan los escándalos, los embustes y hasta una golpiza memorable. 

Caballero del aire

Lindbergh es, desde sus inicios, un muchacho seco, introvertido, calculador, dotado; no obstante, de un olfato especial para la aventura y el éxito que nadie reconoce. 

«De un tipo tan flemático e impávido no puede salir nada bueno. Es un gran cabeza de rábano», escribe uno de sus compañeros del bachillerato.

Nacido el 4 de febrero de 1902 en Detroit, Míchigan, en el seno de una familia de inmigrantes suecos, abandona en 1922 una ingeniería en la Universidad de Wisconsin-Madison, por su falta de vocación para los estudios, y se incorpora a un programa de entrenamiento destinado a pilotos y mecánicos de la compañía Nebraska Aircraft, en la ciudad de Lincoln.

Poco tiempo después, compra su propio avión, un Curtiss JN-4 Jenny, y se dedica a dar exhibiciones de acrobacia por todo el país, antes de comenzar a entrenarse en el ejército del aire. 

Una vez egresado, consigue un empleo como jefe de aviadores en una ruta de correo perteneciente a la compañía Robertson Aircraft Co., en San Luis, Missouri, y muestra los primeros indicios de su intrepidez al salvar varias bolsas de correo destinadas a perecer en un aeroplano en llamas.

Sin embargo, lo mejor está aún por llegar: en 1919 el francés Raymond Orteig, filántropo y empresario hotelero de Nueva York, ofrece un premio de 25 000 dólares —con medalla incluida— al primer hombre que haga un vuelo sin escalas desde Nueva York hasta París, y los sueños de una gloria tarifada y malabarista no demoran en aparecer.

Unos ocho aventureros intentan la travesía; solo sobreviven cuatro, pues los aviones se incendian o estrellan.

Entonces ocurre un hecho que impacta en todo el mundo: Lindbergh despega en su monoplano Espíritu de San Luis, de un solo motor, rediseñado por él mismo, del aeródromo Roosevelt, en Long Island, Nueva York, el 20 de mayo de 1927 y, tras un vuelo de 33 horas y 32 minutos, aterriza en el aeropuerto de Le Bourget, cercano a París. 

De un solo golpe, en solitario, se traga el Océano Atlántico y recorre una distancia de más de 5 800 km sin copiloto, radio o sextante a fin de reducir peso. Se burla, así, de peligros insuperables para la época. La ambición se convierte en gloria.

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El piloto se convirtió, de un día para el otro, en el hombre más famoso del mundo.

De regreso a Estados Unidos en el crucero Memphis, el joven, ahora coronel, recibe el Premio Orteig y la Cruz de Vuelo Distinguido que el presidente Calvin Coolidge le otorga en junio del mismo año. 

Más adelante, realiza una gira nacional y es saludado por unos 30 millones de estadounidenses, antes de trasladarse a Ciudad de México, donde conoce a su futura esposa, Anne Morrow, la hija del embajador de Estados Unidos en ese país. Pero aún le faltaba cumplir un sueño: conocer Cuba.

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Venía procedente de Haití y estaba dispuesto a ganarse el corazón de los cubanos.

La bienvenida

El inminente arribo de Lindbergh a la capital cubana, en febrero de 1928, a bordo del Espíritu de San Luis, llena de delirio y fervor a la ciudadanía.

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Con el tiempo, Anne se transformó también en una aviadora de renombre.

El 8, el Día de Lindbergh por decreto oficial, miles de personas se concentran a lo largo del Malecón y la Avenida del Puerto para divisar antes que nadie el avión que había despegado de Puerto Príncipe, la capital de Haití, unas horas antes, escoltado por seis hidroplanos de la marina de guerra de los Estados Unidos.  

Finalmente, cuando el reloj oficial de la Capitanía del Puerto marca las 3:43 de la tarde, las sirenas de los buques surtos en el puerto, los silbatos y pitos de las fábricas y talleres, las campanas de los templos, los fotutos de los automóviles que cruzan la populosa ciudad y los gritos de la muchedumbre anuncian la llegada del Espíritu de San Luis.

Según varios testigos presenciales, el Caballero del Aire vuela primero sobre el Palacio Presidencial, describe dos grandes círculos sobre el Parque Central y, de inmediato, pone rumbo al Campamento de Columbia, perteneciente al ejército, a donde llega a las 4:00.

En ese momento, la multitud, frenética, se lanza en busca de la aeronave, y el aviador, para salvar la máquina de posibles destrozos, se dirige con varios oficiales criollos hacia una glorieta donde se sitúa el comité de recepción en el que figuran embajadores, secretarios de gobierno y numerosos asistentes a la VI Conferencia Panamericana que se celebra a la sazón en La Habana. 

Sin tomar en cuenta el tremendo sol y el calor reinante, el llamado emperador del aire se asea en el interior de la cabina, cerrada y con diminutos parabrisas, se quita el overol de sus habituales viajes y se pone un aburrido traje gris, correcto, sin ser elegante. 

Más tarde, el navegante, rubio, apuesto, con una figura atrayente y una sonrisa perenne, se presenta ante los hombres, mujeres, niños y abuelos que se apretujaban y se empinaban en sus pies para ver al héroe. Los señorones agitan sus bastones, sus sombreros, y los infantes saltan y chillan. 

El gobierno reporta solo dos incidentes sin importancia en el recibimiento, aunque la realidad es bien distinta.

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El navegante sería sepultado en Cuba en una montaña de actos protocolares, banquetes y recepciones.

La golpiza

Lo cierto es que una caterva de energúmenos uniformados enviada al lugar por el régimen de Gerardo Machado arremete con salvajismo contra el público congregado en el campo de aviación para recibir a Lindbergh y ofrece un bochornoso espectáculo. 

La Bohemia del 12 de febrero de 1928 denuncia en un editorial:

«Imagínese el lector un amplio baldío pleno de seres humanos. Y una turba de soldados enfurecidos acometiendo de manera bárbara contra mujeres, niños, ancianos, a puñetazos, patadas, tajos de bayonetas, golpes con las culatas de las escopetas… y pensar que todas esas pobres víctimas habían concurrido al lugar citado respondiendo a una invitación del gobierno. Un atropello así no debe quedar impune». 

En particular, los agentes del orden cargan de manera despiadada contra los periodistas y corresponsales de numerosos órganos de prensa de Cuba y el mundo, fotógrafos y cineastas norteamericanos involucrados en el recibimiento del as en La Habana, quienes tienen permisos especiales de circulación con la firma del ejército.

El ataque a los comunicadores provoca el destrozo de cámaras Kodak, trípodes, chasis, cuartos oscuros… Además, numerosas prendas personales se evaporan en la avalancha sin que sus propietarios tengan la más mínima posibilidad de recuperarlas. Las pérdidas se calculan en cerca de 20 000 pesos (un pisoteado aparato de la Fox Case Co. tiene un valor de 7 000). 

Por supuesto, la gran mayoría de los representantes de la prensa en Cuba levantan sus voces para protestar por el vejamen y maltrato recibidos, mientras que las compañías de cine, con la International Newsrel al frente, se dirigen a Machado a fin de censurar el hecho en términos poco protocolares. 

Temeroso del escándalo, el jefe del Estado Mayor del ejército, general Alberto Herrera, designa al teniente coronel Heriberto Hernández como oficial investigador y le ordena depurar responsabilidades sobre lo ocurrido en Columbia. 

Desde la apertura del expediente se pone de manifiesto que el comandante Ovidio Ortega, jefe de Aviación y encargado de la custodia del lugar, en todo momento exhibe una actitud «displicente, agria y combativa». A la vez, salen a relucir los nombres del capitán Laborde y el teniente Morlote como implicados.

Durante los tres o cuatro días siguientes se habla de un «consejo de guerra», se anuncia el posible «arresto» del comandante Ortega y se inventan otras musarañas, pero, al cabo de este tiempo, el tema se torna invisible de los rotativos. 

Lo cierto es que el gobierno maquilla el suceso con una montaña de actos protocolarios en homenaje a Lindbergh: recepciones por montones, almuerzos áuricos; medalla de oro de la Sociedad Geográfica de Cuba; entrega de las Llaves de la Ciudad en el Parque Central a cargo de Miguel Mariano Gómez, el alcalde de La Habana; cena de gala en el Teatro Nacional e imposición por Machado de la Orden Nacional Carlos Manuel de Céspedes.

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Machado condecoró al héroe con la Orden Nacional Carlos Manuel de Céspedes.

Lindbergh, a quien se le consagran varios poemas bastante cursis, le da un paseo a Machado en un trimotor de la Pan American Airways y, para no despertar envidias, hace lo mismo con Miguel Mariano Gómez, un político liberal poco amigo de las alturas.

En todos estos actos, el hombre, enemigo de las trasnochaderas, se muestra cortés y mesurado: solo se moja los labios con el vino de su copa y responde a los halagos con ligeros movimientos de cabeza y una leve sonrisa. Es también bastante corto en la oratoria. Según el criterio febril y bullanguero de los cubanos, es un auténtico témpano de hielo.

Pese a ello, el piloto, premio Pullitzer en 1954 con su libro El Espíritu de San Luis, y noticia de portada en Estados Unidos tras el secuestro y muerte de su hijito de 20 meses, logra atrapar la simpatía de los criollos y hasta pinta una banderita cubana en el fuselaje de su nave.

El (des)agravio

El 13 de febrero de 1928, el mismo día de la partida de Charles Lindbergh hacia San Luis, El País da detalles sobre un «champagne de desagravio» que se efectúa la víspera en salones del Círculo Militar del Campamento de Columbia.

Durante el acto, el teniente René Reyna, en nombre del jefe del Estado Mayor del Ejército, se disculpa ante los medios de comunicación cubanos y extranjeros por los «excesos cometidos» y destaca que «la prensa es capaz de exigir sus derechos y no mendigarlos».

 En fin, aquí no ha pasado nada. 

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