ARCHIVOS PARLANCHINES: El ciclón: acuartelamiento, vigilia y novedad contagiosa…
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El ciclón Flora figura entre los más recordados por los cubanos.
Como la temporada ciclónica hace poco comenzó en Cuba, no faltan las familias que han empezado a revisar sus inventarios a fin de saber si pueden enfrentar el posible desastre. Todo debe estar listo para el momento en que empiece a silbar el viento, los palos del tendido eléctrico se muevan al son de la rumba y el agua provoque goteras en los techos menos señoriales: los clavos que reforzarán las puertas y ventanas, las sogas o tendederas necesarias en el amarre de la antena, el combustible del viejo farol, la vieja sombrilla de las emergencias y los utensilios necesarios para la destupición de los fregaderos y tragantes.
La eminente llegada de un bólido provoca siempre escenas que se mueven entre la alegría, lo festivo y… lo ridículo. Algunos adultos, incluso, disfrazan su repentino brote de adrenalina con un teatro que no engaña a muchos: piden permisos en sus trabajos, no se apartan del teléfono para estar al tanto «de lo último», están pendientes de los partes del tiempo y se lanzan a la calle en chancletas y bajo el agua a fin de comprar los periódico y pescar una flauta de pan. En el fondo están orgullosos y dispuestos a competir con algunos de los ídolos peliculeros de su niñez.
El paroxismo llega a tal extremo que se aventuran a saludar a quienes les habían retirado la amistad tras alguna bronca y hasta ven con buenos ojos que las viejas del vecindario hagan los pronósticos de balcón a balcón y condenen al vago de Pedrito, pues no quiere asegurar el aljibe de agua, víctima ya de la ventolera.
Los preparativos antes del meteoro adquieren siempre categoría de ceremonia, incluso años atrás había personas que invitaban a sus familiares y amistades más afines a venir a esperarlo en su casa, como si se tratara de alguna festividad. Por lo general, las personas llegaban con las pocas latas de comida que habían logrado atrapar y la historia tenebrosa «de lo que se dice por ahí». Todas se veían asustadas, ansiosas y expectantes, pero en el fondo estaban felices de vivir juntas tan extraordinario acontecimiento.
En la actualidad, el recogimiento previo a la tempestad tiene un poco de novela de aventuras, de suspenso, de cafetín, de bar ronero y hasta de tertulia literaria. En este acuartelamiento de apellidos hay de todo: la vieja colando el café de la bendición, el custodio quisquilloso de una única linterna, la tía solterona que se acuesta sin quitarse la ropa, la muchachita tímida y nerviosa que se pone a leer cualquier cosas, los tipos con vestimentas de invierno, el cuarentón sumergido en una nube de humo tragándose las cajetillas y los que se emborrachan siempre y ahora vuelven a hacerlo.
Sin embargo, dos personajes se roban la noche huracanada: el niño flaco y valiente que se zafa de la madre y sube a la azotea para «vencer con su espada a los vientos» y el pariente guapetón e inconmovible que suda cuando empiezan a volar los zines «y la cosa se pone fea».
Claro, la nota anecdótica la ponen, casi siempre, los abuelos, dados a improvisar cuentos vividos o de ficción. Uno de ellos, que podría llamarse Ruperto o Pancho, nunca ha dejado de reconocer, por ejemplo, que durante el Ciclón del 26 se divirtió una enormidad. «Un ras de mar armó un carnaval y el agua nos daba por aquí. Había botes en Prado y Colón… eso no tuvo nombre… todos fuimos un poco héroes ese día».
Inspirado en esta foto tomada durante el Ciclón del 26, Sindo Garay compuso El huracán y la palma, la ópera de la trova.
Eladio Secades publica en ¡Alerta!, el 23 de octubre de 1944, una novedosa crónica en la cual advierte que, probablemente, lo mejor del torbellino es su cola.
«Después del ciclón renace la idea de novedad histérica y contagiosa. Y salimos a ver los efectos. Un ciclón cubano es un drama entre dos celebraciones. La de encerrarse a esperarlo. Y la de salir a ver lo que pasó. En esta excursión se experimenta el consuelo de que a fulano le fue peor. Todos tenemos algo de damnificado. Nunca faltan comentarios como este: “El agua entró en la biblioteca mía. Y los libros se hincharon y cayeron panza arriba, parecían perros muertos en un río”. Nuestra avaricia para ver más no da tregua».
En este artículo, de cierta vigencia actual, se advierte, además, que los meteoros no solo son traídos a la memoria por los desbarajustes, a veces cuantiosos, sino que son valorados también según sus «músculos», o sea, de acuerdo a ese poder imperial y demoledor que nos hechiza y provoca admiración y horror a la vez. Bueno, no por gusto cuando un tipo causa más calamidades que un terremoto enseguida le endilgan el alias de «ciclón».
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Nilda Gonzalez
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