Eduardo Muñoz Bach: El gorrión que aspiraba a tiburón

Eduardo Muñoz Bach: El gorrión que aspiraba a tiburón
Fecha de publicación: 
5 Enero 2019
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Todavía huele a Festival de Cine en La Habana y tras cada cartel sigue asomando el rostro de Eduardo Muñoz Bach, que este diciembre hubiera cumplido 81 años.

Pero desde el año 2001 decidió quedarse para siempre en ese mundo mágico donde antes se refugiaba temporalmente. Era un mundo feliz y luminoso de pájaros con tacones y medias rayadas, de hombres con sombrero de copa sobre los tejados, de tiernos elefantes multicolores...

Mas nunca confesó, al menos públicamente, esas escapadas suyas. Había que suponerlas al enfrentarse a cada uno de sus casi 2 mil carteles, al ver sus ilustraciones, sus pinturas, sus dibujos; y, sobre todo, al quedársele mirando hondo a los ojos.

Aunque hablaba poco, muy poco; sus ojos contaban lo que no quería decir. Así fue también durante las casi dos horas que duró esta entrevista, hecha en 1995 y que, ahora, desde papeles envejecidos, forcejea por darse a conocer porque los recuerdos del Festival de Cine aún están frescos en y el año comienza.

Entre el abultado currículum de Muñoz Bach, el más prolífico y relevante exponente de la Escuela Cubana del Cartel Cinematográfico, figuran importantes premios en Festivales de cine (Cannes, París, Hollywood), en concursos de ilustración de libros infantiles (Japón, Cuba) así como el Premio del Ministerio de Cultura cubano por el conjunto de su obra.

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Y luego de irse, aun siguió engrosándose la lista de sus méritos: el pasado año, la colección de carteles cubanos de cine –en gran parte debida a su autoría-, quedó inscrita en el Registro Nacional del Programa Memoria del Mundo de la UNESCO.

Sin embargo y paradójicamente, en su caso, de casta no le vino al galgo porque nadie en su familia estuvo nunca vinculado al quehacer gráfico. Y él, de niño, rechazaba las clases de dibujo. En verdad, según reveló a esta reportera, no le gustaba estudiar, pero sí llenar hojas y hojas pintando abordajes piratas, combates navales y terrestres, todo bien pequeñito y siempre en movimiento.

Mientras lo escuchaba hablar sobre sus primeros años, le imaginaba pálido y delgaducho, sentado durante horas con sus lápices colores, prefiriendo el ajedrez al trompo. Pero cuando le hablé de esa suposición, resultó que Eduardo había sido un chiquillo jugador de pelota, pistolero por vocación, y, como muchos niños, llevando en la memoria ese par de nalgadas asociadas eternamente al sonido de un cristal de ventana destrozado por la pedrada.

Aunque había nacido en Valencia, nada recordaba de aquellos tiempos en que, a raíz de la Guerra Civil Española, su familia decidió emigrar a Francia. Allí, estuvieron en un campo de concentración del que sólo le quedó grabada la alegría casi histérica que los embargó ante un huevo cocido. De Francia a Santo Domingo, y de ahí a Cuba, en 1941.

Desde entonces se fue conformando la personalidad de aquel hombre alto y delgado que dibujaba poesía y no le gustaba leerla; votaba por la soledad pero no toleraba estar a solas con la cartulina en blanco y, como antídoto, se hacía acompañar de la radio, prefiriendo, curiosamente, radionovelas.

Detestaba la violencia, la agresividad, inscribiéndola entre sus principales odios y, sin embargo, al preguntarle qué animal le gustaría ser, afirmó luego de unos segundos de búsqueda: “¡Un tiburón!”

Periodista: Pero... el tiburón es precisamente la violencia.

Muñoz Bach: Es que a lo mejor quisiera ser lo que no soy.

P: Valorando lo que eres, ¿te consideras un artista realizado?

MB: He tenido suerte. Lo digo por la cantidad de carteles publicados y por los libros que he ilustrado, pero ahora estoy prácticamente sin hacer nada y eso me deprime.

Desde antes de comenzar el período especial, ya andaba mal la salud del cartel de cine cubano —opinaba Muñoz Bach. Consideraba que había perdido algo de apoyo por parte del propio ICAIC. A mediados de la década de los 90 apenas se hacían carteles para películas cubanas, pero su prestigio desde mucho antes ya había alcanzado América Latina y Europa. La carencia de papel y otros materiales lógicamente también limitaban esa producción, dijo.

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P: ¿Subestimación?, ¿el cartel entendido como un arte menor?

MB: En los inicios, al fundarse el ICAIC, hacíamos carteles a todas las películas que se exhibían en el país; luego, a los filmes latinoamericanos y cubanos; después, a los cubanos y a los latinoamericanos importantes; y, finalmente, sólo a los cubanos. Desde siempre estos carteles se vendían muy barato en el exterior, demasiado barato en relación con los precios internacionales, a pesar de que eran muy demandados. Cuando era más fácil adquirirlos, casi no disponíamos de los materiales necesarios para trabajar.

“Quizás se subestimó un poco este arte, que no es de ningún modo un arte menor, incluso grandes artistas se han dedicado a hacer afiches: Picasso, Toulouse-Lautrec... Sin embargo, cuando se habla de la plástica cubana no se menciona el cartel, y éste fundó una escuela, respetada en el mundo entero”.

Hasta la creación del ICAIC, las películas que se exhibían en la Isla eran promocionadas por carteles facturados en el exterior, fundamentalmente en México y Estados Unidos. En aquellos afiches el protagonista del filme era generalmente el centro focal. Se trataba de imágenes directas, con un estilo realista emparentado con la propaganda comercial. Al surgir el departamento de diseño gráfico en el nuevo instituto cinematográfico, ninguno de sus integrantes había incursionado en estos menesteres, y lo arriesgado de la experimentación marcó el éxito.

El objetivo no era ya destacar actores sino recrear artísticamente el mensaje central de la película, con un modo de hacer muy sugerente que retaba al público a decodificar, a pensar. Y todo eso, llevando en muchos casos la marca del humor, tan nuestro.

A las singularidades de la escuela cubana de afiches se agregaba la técnica de la serigrafía, que impedía el uso de medios tonos y solo permitía colores planos, brillantes, con abundancia del negro. La limitación se tradujo en singularidad, en fortaleza.

Usar el término escuela cubana de afiches cinematográficos es un riesgo, porque alguien pudiera imaginar una verdadera academia donde de profesores a alumnos va transmitiéndose todo un legado de credos estéticos, de técnicas; pero no sucedió así.

El propio Muñoz Bach, salvo pocos meses en una academia de propaganda comercial, nunca cursó estudios de plástica, sin embargo una vocación irrefrenable lo guió desde el primer afiche. Y aquel fue, precisamente, el primer afiche cubano que acompañó a una película de factura nacional.

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MB: Cuando Titón terminó “Historia de la Revolución”, me pidió que le hiciera el cartel, y fue el primero. No es como los que hoy se conocen, se hizo en imprenta, mucho más grande que la medida tradicional, y en blanco y negro nada más. Al principio, la reacción del público fue problemática. Estaban acostumbrados a otro tipo de mensaje en los afiches, y se produjo como un choque.

Aunque Muñoz Bach podía pasar inadvertido en una cola del agromercado o para subir a la guagua, en los círculos artísticos nacionales y foráneos su nombre estuvo siempre asociado a la excelencia creativa y la originalidad.

P: ¿Te sientes un artista reconocido?

Mueve la mano de dedos largos en el clásico gesto de “más o menos".

P: ¿Qué te falta en ese sentido?

MB: Que me lo digan. A veces en otros países uno siente eso más que aquí, y yo lo lamento.

P: ¿Cómo haces un cartel?

MB: Primero veo la película, y a veces, cuando al final corren los créditos ya lo tengo concebido. En ocasiones me demoro dos, cuatro días, una semana, depende de la rapidez con que se me ocurra la idea y luego del tiempo en que pueda lograrla. Es costumbre hacer inicialmente un boceto a color que debe ser aprobado por el director de la película y la dirección del ICAIC.

P: Si te encomendaran diseñar el cartel sobre la película de tu vida, ¿cómo sería?

MB: En colores, aunque no muy brillantes, tendría bastante blanco y negro. Luego... habría que ver qué texto le pongo. Si yo fuera un color, fuera un gris-violeta, quizás un marrón, un carmelita.

Hubiera sido fascinante ver cómo Eduardo traducía a ese afiche su carácter introvertido, casero, amante del jazz y también de la literatura policíaca y de biografías, entre las cuales le hubiera gustado ilustrar la de Julio César y también la de Calígula, según contó a esta redactora.

A pesar de que sus mayores éxitos fueron siempre como diseñador de carteles para cine, su preferencia era ilustrar libros, libros para niños, confesó.

MB: Los libros en general te dan la posibilidad de un mayor empleo del color, de los medios tonos, las aguadas. Y elijo los libros para niños por su candidez, su inocencia. A mí me gustaría ser un tiburón, como te dije, pero en verdad soy un gorrión y quizás debido a eso sienta tanta afinidad hacia los niños.

Ante la grabadora reconoció influencias de Modigliani, Picasso, Chagall, del húngaro André François y también del cubano Abela.

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Eduardo, que caminaba como flotando por lo grande de sus zancadas, a los seres que le nacían de su pincel acostumbraba dibujarle sombrero: los hombres, con sombrero de copa o bombín; las mujeres, con pamelas florecidas. Le pregunté porqué y no encontró una respuesta precisa:

“No sé, simplemente me parece que les falta algo cuando llevan la cabeza descubierta, que están inconclusos”.

Él nunca llevó sombrero.

Barbas y bigotes, peces y pájaros, fueron también constantes en su obra como ilustrador, donde una lírica de tonos pastel recreaba elefantes cuatricolor, mirlos con calzones rayados, tulipanes gigantes; y toda una fauna y flora que Lewis Caroll de seguro hubiera incluido en Alicia en el país de las maravillas, de haberse podido tropezar con un trabajo de Eduardo.

Al contemplar hoy sus pinturas y dibujos —más allá de la ilustración y el cartel— se descubren reiterados esos mismos códigos. Pero hay tras los cristales y marcos que protegen esas obras cierto aire de melancolía, de sutil ironía, que quizás traducen aquella lucha entre tiburones y gorriones que coexistió en Eduardo Muñoz Bach, el de los casi dos mil carteles, el de las pocas palabras y las muchas ternuras que le avergonzaba confesar.

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