ARCHIVOS PARLANCHINES: Franz D’ Beche y el incendio del Morro Castle

ARCHIVOS PARLANCHINES: Franz D’ Beche y el incendio del Morro Castle
Fecha de publicación: 
28 Diciembre 2018
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Morirse a los diecisiete años, cuando se está borracho de gozo y se quieren conquistar todas las divinidades del universo, es una paradoja, un embuste del destino que puede enlutar a los más bromistas.
 

 

Esta es la historia de Franz Hoed de Beche García, estudiante cubano de ascendencia francesa, nacido en la localidad habanera de Guanabacoa, quien desaparece el 8 de septiembre de 1934, el día en que se festeja en Cuba a la Virgen de la Caridad del Cobre, cuando el navío Morro Castle se incendia frente a New Jersey, entre Spring Lake y Asbury Park, en circunstancias que provocan suspicacias y roban titulares a los desmanes del gobierno Caffery-Batista-Mendieta.
 

Alumno de méritos del Seton Hall College, de Nueva York, Franz gana una medalla de oro y otra de plata en varias carreras pedestres y, durante sus habituales vacaciones estivales en La Habana, se consolida como nadador de distancias largas en el Miramar Yacht Club, bajo la mirada atenta de su maestro Carlos Alfonso. Allí, prepara año tras año sus nuevas competencias, hasta que, en 1934, decide hacerse a la mar, junto a más de quinientas personas, entre turistas y tripulantes, de regreso a Nueva York.
 

El Morro Castle, bautizado en 1930 en un puerto de los Estados Unidos, es un lujoso crucero de 11 300 toneladas de desplazamiento y 503 pies de eslora, propiedad de la naviera Ward Line. Su sistema de propulsión le permite mantener una velocidad media de 20 nudos y, como todo paraíso flotante, dispone de espaciosos restaurantes, tiendas, salones, camarotes de lujo y demás vanidades que, a la postre, terminan convertidas en una antorcha flotante.
 

Para empezar, ocurren dos sucesos que acaparan la atención de los cazadores de malos augurios: antes de zarpar de la rada capitalina, un cortocircuito casi hace volar su cuarto de máquinas y en la víspera del siniestro, con el continente a la vista, muere el capitán Robert L. Villmott, víctima, según el médico de a bordo, de una angina de pecho cuando participa en una fiesta organizada por la compañía naviera para agasajar a los clientes en su última noche en el mar.
 

Al principio de las investigaciones, se piensa que la catástrofe es provocada por un rayo que cae cerca de los depósitos de combustible y que las llamas tienen un avance incontrolable, a pesar que el buque cuenta con un servicio de extinción de incendios de primera calidad. No obstante, unos veinte años más tarde los peritos señalan a George W. Rogers, jefe de los telegrafistas de la nave, como autor del criminal sabotaje y precisan que los primeros chispazos son provocados por una pluma de fuente con un dispositivo de ignición que se hace pedazos en la lujosa biblioteca del barco situada en la cubierta C.
 

Dos hechos son significativos: el primer oficial que asume el mando tras la muerte del capitán, insiste en navegar de frente al temporal, lo que hace que las llamas se propaguen con más fuerza y rapidez; el fuego comienza a la una de la madrugada, de acuerdo con el bombero Kemps, y no se da el SOS hasta las 3 y 15. Más graves aún son las denuncias de Pedro Yáñez, quien atestigua a Carteles que los primeros oficiales abandonan aquel gigante sin hacer nada para salvar el pellejo de los demás. Los botes salvavidas se hacen a la mar llevando como promedio a unos 30 tripulantes y solo a dos pasajeros, cuando, en realidad, disponen de 58 capacidades. La Ward Line es multada y se condenan a penas de prisión a varios oficiales (al poco tiempo las sentencias se dejan sin efecto).
 

Las estadísticas de la tragedia son aterradoras: mueren unas ciento treinta personas, carbonizadas o ahogadas en las aguas gélidas, a pesar de los esfuerzos, entre otros, de la motonave City of Savannah y del Monarch de Bermudas, un remolcador que intenta el salvamento en medio de un copioso aguacero y vientos de galerna capaces de convertirlo en un palillo de dientes. La escritora costumbrista Renée Méndez Capote, en ese momento colaboradora del periódico El Mundo, logra salvarse por un tilín, a pesar de ser gorda.
 

En los momentos de mayor confusión, Franz y José Hidalgo, su compañero de camarote, acorralados por el humo y con los pies fritos por las planchas de acero, corren hacia la cubierta para tratar de ganar el agua. Sin embargo, la peculiar balanza de los dioses clásicos no beneficia a Franz. Este le entrega su chaleco a Rosario Camacho, a quien encuentra mareada y buscando ayuda, y decide ponerse a salvo nadando. La dama vive, luego de permanecer asida a un cable por unas tres horas; él no aparece: se lo come el océano.
 

Según Sergio Aguirre, el historiador que me contó estos pormenores durante un receso en la Universidad de la Habana, Franz trata de llegar a una barcaza de salvamento, en un punto contrario a la costa, y es arrastrado mar afuera por las enormes olas. Paga cara su osadía y, a la vez, deja un mensaje: la caballerosidad es una suerte de volátil medalla que está al alcance de todos.
 

Irónicamente, el Morro Castle, deudor del guardacostas Tampa que lo trae finalmente a tierra, es exhibido durante mucho tiempo en las playas de Asbury Park, donde los curiosos satisfacen el morbo incendiario por sólo veinticinco centavos y, de paso, se roban diversos objetos de la embarcación para venderlos como souvenir. En memoria de Franz Hoed de Beche García se construye un estadio de béisbol en Guanabacoa (se le conoce como Franz D’ Beche) y en el habanero Parque Martí de la barriada de El Vedado se levanta un monumento recordatorio, hoy perdido.
 

Víctor Joaquín Ortega, en su crónica titulada «¡Héroe!», dada a conocer por Cubahora en 2007, opina que el joven merece un campeonato de natación con su nombre. Es una buena idea. Nunca es tarde para honrar la valentía en una familia de estirpe: el padre de Franz fue un comandante mambí en la Guerra del 95 y el hijo de su hermana Paulina es Gustavo Machín Hoed de Beche, con igual grado en el Ejército Rebelde e integrante de la guerrilla de Ernesto Che Guevara en Bolivia.
 

En homenaje al vapor incendiado, el español Leopoldo González compone un corrido que es popularizado por el Trío Matamoros (el Morro Castle se vio zarpar / una tarde habanera, linda hechicera, como su mar).

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