Educación sexual: Para ver los colores del mundo

Educación sexual: Para ver los colores del mundo
Fecha de publicación: 
20 Agosto 2018
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Algunos creen que los niños no están preparados para determinadas informaciones y tienen razón… hasta cierto punto. Hay aspectos que, por su complejidad, no deberían ser abordados a fondo con los niños, porque se corre el riesgo de que no entiendan, que se confundan…

Si eso pasa con las matemáticas, por fuerza tiene que pasar con la educación sexual.

Pero, de la misma manera en que las matemáticas se imparten gradualmente, teniendo en cuenta la edad del estudiante y sus capacidades, no se puede prescindir de la educación sexual en los programas de enseñanza general, en las «dosis» adecuadas.

Claro que no estamos equiparando las matemáticas con la educación sexual. Son dos cosas diferentes. Pero lo cierto es que la concepción más moderna de la educación (en la que la escuela se complementa con la familia) apuesta por una integralidad que ofrezca al niño un panorama amplio de su contexto.

Y no puede haber temas que impliquen tabúes en ese empeño. Pero tampoco ese tratamiento integral puede basarse en el capricho y la improvisación.

Obviamente, se debe partir de una visión científica que de ninguna manera puede estar desligada de un planteamiento ético.

Ciencia y conciencia.

Algunos creen que la ciencia es enemiga de los valores, cuando la ecuación debería estar formulada de otra manera: los valores pueden sustentarse en la ciencia… y la ciencia debe ser asumida desde los valores.

No solo la razón nos hace seres humanos, también los sentimientos. No es dable separar esos dos ámbitos.
 

Está claro que no todo puede ser resumido a una fórmula matemática, pero la propia capacidad de «sentir», de amar, de decidir, de «trascender» la ciencia, de plantear un camino ético… tiene una razón.

La escuela debe garantizar el derecho de toda persona (de todo niño) a recibir una educación desprovista de manipulaciones, de prejuicios, de visiones reduccionistas, de dogmas.

Después, mientras, cada persona tiene el derecho (y la responsabilidad) de hacerse su propia idea del mundo. Pero es necesario que al menos se parta de una visión sosegada y equilibrada del contexto.

No se puede garantizar que todos los padres la ofrezcan, por muy buenas que sean las intenciones. La escuela tiene que garantizarla.

Porque en la escuela se forman los ciudadanos, los integrantes de una sociedad que se aspira justa, sin discriminaciones.

El respeto al derecho ajeno, la aceptación de las diferencias (las diferencias que no impliquen anulación o menoscabo de otras diferencias, se entiende), la solidaridad y el humanismo… son la única garantía de la paz sin imposición ni atropello.

Esos son valores que debe potenciar la escuela. Y no estarán completos si están mediados por concepciones hegemonistas (imperio de un sexo o un color sobre otro, de una condición sobre otras), porque lo hegemónico no integra, sino que ignora y aplasta.

Siempre quedarán seres humanos al margen, sin que puedan evitar la marginalización. Mucho más grave es que estén al margen por su condición natural.

Ser homosexual no es una opción, como algunos insisten en afirmar: «hoy me acosté heterosexual y mañana por la mañana decidí que iba ser homosexual».

Ser homosexual no es una moda. Ser homosexual no es una enfermedad.

Por lo tanto, no se puede promover esa condición, no se puede imponer; tampoco se puede «contagiar» ni se puede «curar». Eso está demostrado por la ciencia.

No entremos a estas alturas en el debate de lo «bueno» y lo «malo», de lo «correcto» y lo «incorrecto». Ha sido caldo de cultivo de discriminaciones.

Puede que algunas personas (por educación, sensibilidad o religión) no comulguen con determinadas manifestaciones de lo que se ha llamado «cultura gay» —sin olvidar que no pocas expresiones constituyen respuestas a la marginalización y la criminalización—; pero no se puede confundir cultura con biología.

La mala educación formal, las malas prácticas, los antivalores (en todas sus gamas y gradaciones) no son privativas ni distintivas de ninguna orientación sexual… como no lo son de ningún origen étnico, color de la piel, discapacidad…

¡Eso hay que enseñarlo en la escuela! Con respeto, con sentido común, con método, con suficiencia.

Demasiados dramas (e incluso, tragedias) pudieron haberse evitado si todos los niños (y sus padres y sus maestros) comprendieran que el niño diferente (el «afeminado», el «flojito») no era un niño inferior, no era un peligro para el grupo, no era una agresión…

¡Eso hay que decirlo en la escuela! Sobre todo porque hay familias que todavía prohíben a sus hijos «jugar con ese, andar con ese».

Los que creen que los niños «no entienden» subestiman la capacidad de los niños, o circunscriben lo que deben «entender» a ciertas normas impuestas, gérmenes de la exclusión injustificada.

Como no se puede pretender que todos los padres y tutores (todavía a estas alturas) comprendan eso, la escuela debe tenerlo claro.

Y eso no significa (esa manía de magnificar y llevarlo todo a los extremos que enarbolan algunos) que se les vaya a retirar la patria potestad, los derechos (y la responsabilidad mayor) a los padres.

Los planes de estudio no deben quemar etapas, no deben promover actitudes o prácticas que poco o nada tienen que ver con la edad de los estudiantes, no deben «adoctrinar» (como si adoctrinar fuera posible en estos asuntos)… pero sí deben luchar desde temprano contra la discriminación, en cualquiera de sus variantes.

Y deberían explicar (con las mejores palabras, con belleza si se quiere y se puede) la maravillosa diversidad del mundo, que es la que en definitiva garantiza su armonía esencial.

No hemos agotado el tema…

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