El burro más humano

El burro más humano
Fecha de publicación: 
9 Junio 2012
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Una voz desconocida, desde el fondo de nosotros, susurra cuando leemos Platero y yo. Es una voz de la infancia que se diluye en el recuerdo de la maestra y el olor a madera del lápiz y el chirrido de los pupitres al correrse como latidos de pícara distracción y disciplina, en la escuela. Sin estar concientes, aprendimos que el español correcto, el de buena estirpe estaba allí, en Platero y yo. En esa edad ajena a todo y quizás por eso sin peros ni límites para beberse el mundo, entendimos de sujeto y predicado, y cazamos complementos directos en la pradera de metáforas dóciles aunque intensas de este libro.

Su autor, Juan Ramón Jiménez, como todo hombre con luz propia, rechazó el lenguaje de las academias, Reales o no; y encendió una ortografía rebelde que aprendió, con respeto, del hombre común e iletrado de su época y su Andalucía. En Platero y yo leeremos su bien pronunciado “setiembre” y su “escelentísimo” y su “relijión”. Y cuando los personajes dicen, por ejemplo: “Ya v’ ojté... Ca cuá tié lo zuyo... Ojté escribe en loj diario... Yo tengo ma juersa que Platero”; un vientecillo de su natal Moguer sale de aquella página y nos acaricia el rostro.

Sin embargo, no hay escuela bajo el reinado de la letra Eñe donde no se estudie el idioma pulido y soberbio que solo hablaba Juan Ramón Jiménez. No hay coma ni punto mal situado en Platero y yo. Cuando en una oración se hace una pausa, cuando un adjetivo se anuncia al final de cierta palabra... parece como si el Español de muchos siglos así lo decidiera, como si Él mismo lo escribiera. Nada sobre ni falta en este libro, batalla ganada a la perfección.

No crea usted, por favor, que Platero y yo es por consiguiente denso o rebuscado. Su mayor complejidad está en la sencillez, que lo hace belleza irrepetible. Tampoco, creo, es un libro para niños. Platero y yo está hecho para hombres demasiado adultos, para hombres grises, aburridos y ocupados; como la medicina se hace para hombres enfermos.

Está hecho, eso sí, para el niño olvidado en cada uno de ellos. Arde en las historias el recuerdo de pasadas alegrías, y los niños nada saben de recuerdos no de alegrías pasadas. Solo los más viejos necesitamos encontrar ese camino donde lo pequeño era inmenso y la poesía era un estado natural del espíritu, aquel período tan fugaz de nuestras vidas en que los animales eran mejores amigos y solo queríamos aprender del campo o de la calle porque nos parecían más sabios que la escuela. De esa otra erudición que nos regala el universo al nacer y vamos atrofiando con los años, nos habla Juan Ramón Jiménez.

No sienta usted que lo echa a un lado cuando declara que su reino es el de los animales y los niños —que todavía piensan como el resto de los seres vivos, sin la química artificiosa de la sociedad en que les tocará morir—. El autor solo lo invita a que renuncie a la camisa de prejuicios y miedos, al pantalón de contenciones y malos ánimos, solo quiere que desnude el corazón de callos, que se desnude como tiempo atrás y contemple la vida con Platero y él. Así no le resultará cursi lo que allí se muestra, así podrá ver al burro “pequeño, peludo, suave” como lo que es: un niño.

Pero Juan Ramón Jiménez no propone la infancia como escapatoria. De nada se escapa en Platero y yo. La muerte, la pobreza, la maldad humana... aparecen allí clavados como pedazos de carbón en el diamante. En ese sentido y en muchos otros, esta obra de abrumador modernismo: de meticuloso estilo, hecha para la eternidad; ofrece en la médula su espíritu romántico, desgarrado, pasional. ¿Es que las cosas malas de la vida deben, por fuerza, volvernos malos? Platero y él observan la vulgaridad desde la belleza, que es una forma ya de hacerle resistencia. En las brumosas descripciones de su pueblo natal, el Premio Nobel nos muestra también un Moguer áspero, doloroso con hombres rudos y niños curtidos por el hambre y el trabajo a destiempo.

Cada capítulo de Platero y yo parece congelar un instante, es como un retrato antiguo, dicen que el libro recuerda los paisajes andaluces de Sorolla. El libro entonces es como un álbum y cada escena va tejiendo el calendario de Platero y de Moguer.

Por azares o causas, esta edición cubana de 2010, de Platero y yo pasó por las manos correctas: de un hombre con sensibilidad probada, Esteban Llorach. Su introducción al libro, en estilo y contenido, está a la altura de lo que introduce. Y las notas que incluye al final, además de útiles, son prueba de su meticulosidad.

Y por si no bastara (nunca basta para quien disfruta y cree en lo que hace), el editor nos deja leer, a continuación de Platero..., algunas Definiciones de Juan Ramón Jiménez, que Llorach habrá recogido mientras se documentaba sobre el libro. Este apartado funciona como un texto independiente, pero nos ayuda a comprender al hombre y al escritor que tenía un burro amigo, casi hijo.

Es un lujo esta edición de Gente Nueva a pesar de su papel acartuchado. ¡Qué hermosas las letras capitulares!, cada una, estampa, leve susurro, esbozo de un detalle campestre.

Gracias al diseño de estas páginas, a la buena presentación de la palabra escrita, escuchamos como más de cerca la voz de Juan Ramón Jiménez. Casi podemos tocar esos paisajes rurales, casi sentir el mundo pasando despacio ante nosotros allá a principios del siglo XX, en Moguer, Huelva, cuando la vida no sudaba prisa, y existía el hábito de contemplar, y no se dejaba pasar el tiempo detrás de paredes y la gente no observaba por la ventana o por los parabrisas. Quizás en unos años, aquel tiempo de Platero les resultará demasiado ajeno a nuestros hijos o nietos; quizás no, habrá que editar muchos libros como este para impedirlo.

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