Gracias, te quiero

Gracias, te quiero
Fecha de publicación: 
12 Febrero 2018
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Ayer estuve en casa de un matrimonio amigo y quedé casi de hielo cuando presencié cómo él, en la intimidad del hogar, se dirigía a ella:

-Tráeme agua.

-Ve a abrir, están tocando la puerta.

No es que le gritara o empleara un tono airado, pero en ninguna oportunidad le escuché decir por favor o gracias.

Parecía que él daba por sentado que ella estaba en una supuesta obligación de atender a sus pedidos-indicaciones, y a ella ni se le ocurría cuestionar tales maneras, como si así debieran necesariamente ser las cosas, como si la familiaridad fuera sinónimo de descortesía o mala educación.

Aclaro que aunque lo descrito huele a tres kilómetros a machismo, el personaje en cuestión comparte con su esposa tareas domésticas, y parece tener claro una buena parte de los derechos y deberes de ambos.

Lo que pasa que así mismo se conduce con su hijo varón de 17 años, a quien le pide: “alcánzame el periódico”, sin que el por favor tenga en la oración un espacio.

Cabría suponer que así mismitico se dirigirá este adolescente a su esposa e hijos cuando los tenga, y que sus abuelos así le hablaban al hijo. Eso de que la educación empieza por casa es una de las llamadas verdades de Perogrullo, pero no por reiterada resulta siempre bien entendida y practicada.

Ocurre que no son pocos quienes consideran que los vínculos familiares constituyen el salvoconducto para olvidar la buena educación, cuando, precisamente, debería ser a la inversa.

Porque cuando se quiere a alguien es cuando más considerado se debería ser, más cortés y amable.

Y en estos casos no se trata de esa educación marcada por formalismos y protocolos, impuesta por normas sociales y por el deber ser, sino de esa otra nacida del centro mismo del pecho, motivada por el afecto, por lazos auténticos de cariño, que deberían ser los que más fuerte anuden amor y educación como una pareja indisoluble.

Fui también testigo de un intercambio instantáneo en que el hombre ayudó a su esposa a bajar de la guagua, ella al descender le dio las gracias, y una parejita que iba detrás comentó entre risas: ¡Qué fula!

Como si la cortesía ya no estuviera de moda entre marido y mujer, como si la modernidad fuera sinónimo de desamor.

Lamentablemente, esta era digital ha venido acompañada de personas que se sientan a compartir almuerzo y cada una se sumerge en su móvil sin cruzar palabra; de otras que estando a tres cuartas de distancia se pasan un mensaje en vez de hablarse mirándose a los ojos, y de aquellos que toman fotos a alguien caído en vez de recorgerlo.

Pero la introducción en nuestras vidas de las nuevas tecnologías no tendría que propiciar tales conductas, sino todo lo contrario; porque se inventaron para hacer la vida humana más fácil, no menos humana.

De todas formas, eso de no decir gracias o por favor entre familiares y otros seres queridos no es un asunto privativo de los jóvenes. La anécdota con que inicia este texto la protagonizaban mayores de 50 años, es decir, que para nada son nativos digitales, millenials, ni ninguna de las etiquetas relacionadas con bytes y chips.

Para nada abogo aquí por aquella costumbre, que en contados hogares cubanos se mantiene, pero que sí aun abunda en otras latitudes, de llamar al padre, la madre y los abuelos por “usted”. En definitiva, referirse a alguien llamándole de usted no equivale forzosamente a que se le quiera.

Voto, eso sí, por la consideración, por el amor, que van asociados a dar las gracias y decir por favor, aun en las relaciones más cercanas e íntimas. Eso no es perder el tiempo, no es almidonarse la existencia sino hacérsela más grata y significa también otra manera de decir te quiero.

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