Acerca del idioma: ¿Malas o buenas palabras?

Acerca del idioma: ¿Malas o buenas palabras?
Fecha de publicación: 
13 Octubre 2016
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Mientras se abría paso en una “guagua” repleta de personas que le impedían llegar a la puerta trasera la mujer gritó desesperada una mala palabra, como una especie de “aviso” u amenaza para que la dejaran avanzar. Un anciano que estaba a su lado movió la cabeza, y no hizo falta que pronunciara frase alguna. Estaba indignado.  

Yo iba reposada y en los análisis de la vida cotidiana me remonté a mi infancia y a la educación de la casa, donde mis abuelos eran fieles protectores de lo que se decía y cómo se decía.

Sin embargo, en la actualidad vivimos una realidad bien distinta y las personas no se sienten inhibidas ante la presencia de otras y acaban diciendo lo primero que sienten por inconformidad, malestar o bravura.

 

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Disquisiciones sobre el asunto han existido siempre. Roberto Fontanarrosa, humorista argentino, decía en el año 2004 durante el III Congreso Internacional de la Lengua Española: “Yo soy  fundamentalmente dibujante, manejo mal el color pero sé que cuantos más matices tenga, uno más se puede defender para expresar o transmitir algo. Hay palabras de las denominadas malas palabras, que son irremplazables: por sonoridad, por fuerza y por contextura física”.

Respeto el criterio de Fontanarrosa, pero no lo comparto.  Si el lenguaje es el conjunto de signos y de sonidos que ha utilizado el ser humano, desde su creación hasta nuestros días, para poder comunicarse con otros individuos de su misma especie, ¿por qué entonces admitir estos severos ataques contra una “herramienta” que en los humanos está en extremo desarrollada y avanzada?

Hablar bien, de manera correcta, utilizando cada palabra para dar significado a sujetos, acciones, tareas específicas, expresa decencia, cultura, conocimiento, sensibilidad, comportamiento ciudadano adecuado según normas y principios.

Al margen de esto, hoy abunda también en nuestra sociedad la desfachatez  y las groserías en el lenguaje. De una a otra esquina los vecinos gritan cualquier cantidad de improperios sin percatarse de que ese discurso es obsceno, irrespetuoso, soez, burdo.

En este sentido, resulta válido resaltar que muchas “malas” palabras guardan estrecha relación con el sexo y hay un sobreabuso  de este lenguaje. De esta manera, las anécdotas varían, desde una casa donde todo lo que se habla tiene que ver con la p… —perdonen los puntos suspensivos— hasta con los c... Incluso, en determinados ámbitos, si no te manifiestas de esa manera, entonces no resultas de confianza.

La “epidemia” ha llegado a tal punto que ya este tipo de comunicación es tomada como algo normal, y solo los de más edad —y no todos— se molestan e insultan cuando se habla públicamente de esa manera.

¿Qué hacer ante tal situación? Lo primero es tomar conciencia de que el camino es errado y actuar resulta un imperativo. Está claro que el hogar y la familia, como se ha dicho tantas veces, es la primera escuela. ¿Pero qué hacer cuando allí empieza el conflicto y no existe ni la más remota conciencia de ese asunto?

La escuela puede ser un antídoto, pero poco habrá de lograrse si la familia no acompaña. Los medios de comunicación pueden hacer otro tanto, pero no siempre se consultan sobre todo en estos tiempos en que la tecnología invade los hogares con productos de una factura discutible y deja poco margen para asimilar otros.

El rol del maestro es insustituible. Es preciso que este hable y pronuncie correctamente, que sea verdaderamente el espejo donde puedan mirarse los niños, adolescentes y jóvenes en sentido general.

Sin lugar a dudas, hoy estamos en presencia del deterioro —aún imparable— de un patrimonio común que se agrava ante la vista de todos, y no solo en Cuba, sino también en otras latitudes.

"La palabrota que ensucia la lengua termina por ensuciar el espíritu. Quien habla como un patán, terminará por pensar como un patán y por obrar como un patán”, dijo a mediados del siglo pasado el intelectual y político venezolano Arturo Uslar Pietri. Verdad inequívoca que bien podemos llevar a nuestro presente para no quedarnos de brazos cruzados.

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