Cuando mueren los niños...
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No hay crimen mayor que asesinar niños ni pena más desgarradora que la de una madre cuando llora su dolor; tampoco hay algo tan grotesco como las falsas condolencias y la disposición para aprovechar tragedias nacionales en busca de mezquinas ganancias políticas.
¿Por qué si todos los días en actos de violencia mueren cientos de criaturas y decenas de miles perecen a causa del hambre o víctimas de enfermedades prevenibles y curables conmueve tanto el asesinato de tres infantes en una escuela francesa? ¿Por qué nadie llora al leer que hay un país donde por cada mil niños nacidos vivos mueren 154? ¿Quién los mata?
El repudio universal ante el salvaje asesinato cometido por Mohamed Merah en una escuela judía en Toulouse Francia recuerda la reacción por la masacre de jóvenes noruegos realizada por Anders Behring Breviki en la isla Utoya.
¿En qué se parecen un racista confeso, un musulmán amargado y un sargento norteamericano que a sangre fría ejecutan a personas inocentes bajo el denominador común del odio sembrado en sus almas por conflictos que ellos no crearon y que personalmente los trasciende?
Las respuestas no son idénticas ni simples porque la violencia y la opresión, erróneamente justificadas y loadas en función de intereses espurios y metas políticas coyunturales, son aberraciones que desde el principio de los tiempos acompañan a las civilizaciones, se vinculan a reglas de convivencia dictadas por la codicia y la injusticia y aluden a esencias de la condición humana.
La maldad está presente en todas las culturas y civilizaciones y no faltan quienes sostengan que fue creada como contraparte de la bondad y que el hombre dotado de libre albedrio escoge ser una cosa o la otra. El razonamiento obvia que esos y otros comportamientos son fenómenos social y culturalmente condicionados. Los musulmanes no humillan a las mujeres, los del Ku Klux Klan no odian a los negros ni los racistas practican el antisemitismo porque sean intrínsecamente perversos, sino porque les enseñaron a hacerlo.
Mientras los muertos en las guerras y los que perecen por hambre son registrados en informes y estadísticas abstractas como víctimas de sistemas sociales disfuncionales y de políticas erróneas, los adolecentes noruegos, los niños judíos y los civiles afganos asesinados por personas concretas con rostros, nombres y apellidos, son evidencias de la degeneración a la que conducen el fascismo, el antisemitismo, el racismo y otras ideologías toxicas que envenenan el alma humana e impactan a individuos que llegan a creer que matar y vengar es hacer justicia.
La discriminación, la exclusión y las persecuciones, el linchamiento y el asesinato en masa de judíos de todas las edades y condiciones en Europa, ha sido un hecho corriente desde que sobre el pueblo hebreo se vertieron atroces calumnias, hecho que ha servido de justificación para el racismo más despiadado.
El antisemitismo, la expresión de racismo que en el siglo XX movió a las mayores crueldades, arraigó desde mucho antes en Francia, el único de los países de Europa Occidental ocupado por los nazis donde la sumisión al fascismo asumió rango de política de Estado, incluyendo naturalmente la persecución a los judíos nacidos franceses.
El dolor de la Francia de hoy y su repudio al crimen que esta vez viene de manos de un musulmán hijo de emigrados y como los judíos en su tiempo también discriminados y preteridos, no emana solo de la escala del hecho sino del estupor por ver regresar diabólicas manifestaciones de barbarie que se creían superadas y desterradas.
No es verdad que el asesino de Toulouse hiciera algo por la dignidad de los niños palestinos como tampoco lo es que Osama Ben Laden y los terroristas del 11/S contribuyeran en absoluto a la reivindicación de los pueblos musulmanes y árabes explotados y humillados por el colonialismo y por los imperios.
No hace bien a los niños palestinos asesinar en su nombre a niños judíos; bien hace quien lucha por evitar que mueran niños por cualquier razón y en cualquier parte y benefactor no es quien dispara a unos inocentes para vengar a otros, sino quien se esfuerza por cambiar la absurda realidad que mata de hambre y enfermedades prevenibles y curables, arma a los asesinos y los provee de argumentos.
Los crímenes cometidos en la isla noruega de Utoya o en la escuela Azar Hatoran en Toulouse no se borrarán porque los responsables sean castigados, como tampoco las víctimas del holocausto judío fueron redimidas cuando algunos de sus responsables fueron ahorcados en Núremberg.
Jamás la muerte de un asesino ha devuelto la vida ni la dignidad a sus víctimas ni ha llevado consuelo a sus familias. Saber que Ben Laden y Mohamed Merah murieron y que Anders Behering Breviki pasará el resto de sus días en la cárcel, no hará felices a las madres de las víctimas del 11 sino más desdichadas a las de los criminales y los terroristas.
La Francia que no encuentra consuelo ante la absurda matanza de criaturas que antes que judíos y franceses eran niños, no debiera olvidar que hace apenas unas semanas, el mismo presidente que conmovido llora por tres escolares para los cuales no alcanzan todas las lágrimas del mundo, envió los aviones y las bombas de Francia a matar en Libia.
El día llegará en que nadie, ni los individuos envilecidos, los gobiernos o los imperios tengan licencia para matar. Cuando los niños no mueran la humanidad estará curada. Allá nos vemos.
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Julio Soto Angurel
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