Crónica sinfónica para un amigo querido

Crónica sinfónica para un amigo querido
Fecha de publicación: 
3 Marzo 2016
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El diccionario propone una definición para el primer adjetivo del título: “orquesta formada por un número importante de músicos e instrumentos”. No serán tantos –o sí– pero en cualquier caso en la crónica que comienza están, suenan o se recuerdan las voces, los sonidos y las imágenes de toda la gente que a lo largo de estos últimos 20 años construyeron, junto a nosotros, el Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau.

 

Sobre el segundo adjetivo del título, el diccionario, tantas veces mecánico e insuficiente, dice: “Se usa en los encabezamientos de las cartas dirigidas a alguien con quien se mantiene una relación de confianza, especialmente amistosa o afectuosa, precediendo al nombre que señala al destinatario”. En principio eso es cierto, y así llegaba en la carta enviada por Silvio desde Ojalá el pasado 15 de febrero: “Querido Víctor, seguro debiera ahondar en el trabajo editorial y en el estímulo a la gráfica virtual que viene realizando el Centro Pablo....”.

 

Pero había algo –mucho– más en ese adjetivo final del título. El resto de la carta lo confirmaba:

 

“…sin dudas sería óptimo que destacara la importancia cívica de mantener viva la memoria de Pablo de la Torriente y sus comprometidos hermanos de generación; pero la labor que ha hecho el Centro que diriges con la trova joven, darles un patio donde proyectarse, grabar sus primeros recitales y darlos a conocer, trabajo sostenido durante dos décadas con el único interés de prestar un servicio a la cultura, convierten al Centro Pablo, a ti, a María y a todos sus trabajadores en acreedores muy legítimos del Premio Ojalá 2016, a la Gestión Cultural.

 

Por eso el adjetivo es mucho más abarcador, completo y profundo, y por eso escuchaba yo anoche, agradecido como un hermano, el texto de arriba, leído por Silvio sobre el escenario improvisado y auténtico de su concierto 72 de esta Gira interminable, en Sitios y Subirana, barrio de Pueblo Nuevo, en pleno corazón de esa Habana profunda que también –y tan bien– merece el segundo adjetivo del título.

 

Después del abrazo casi interminable, el cuadro en la mano y el corazón a galope, comencé lo que serían las “palabras de agradecimiento” que acompañan estas ceremonias a veces clonadas, cuando no se realizan desde la emoción auténtica, la confianza recíproca y frente a públicos como el de este concierto esperado y merecido allí, en La Habana profunda de todos los días del mundo. “Afónico pero feliz”, como intenté disculparme por la voz perdida en algún rincón del catarro incipiente, dije alguna de las muchas cosas que me hubiera gustado decir si la voz –pero sobre todo el tiempo disponible– hubieran sido otros. Ahora las intento reunir en esta crónica 24 horas después, con un poco más de voz, pero eso ya no importa.

 

Lo que importa, en primer lugar, es agradecer el gesto de Silvio, Ojalá y sus imprescindibles, esa tropa laboriosa y consciente que lo acompaña en los sueños diversos que felizmente lo asaltan: los conciertos de esta gira en los barrios de varias provincias del país, “menos favorecidos”, “difíciles” –u otras denominaciones que el eufemismo alegremente inventa–; los discos recuperados de entre los Amoríos; el trabajo cotidiano del estudio, abierto a la solidaridad con los proyectos de los jóvenes trovadores y músicos; las publicaciones del sello editorial que siempre dejamos, junto a otras, en la biblioteca o la escuela de cada barrio por el que pasa esta caravana del amor; las jornadas intensas como las casi recientes de México o Argentina o la que se avecina, casi ya, en diez escenarios españoles.

 

Ese agradecimiento por el Premio recibido viene, en primer lugar, de la gente que acercaron con sus deseos de hacer y sus talentos al patio y los pequeños territorios físicos del Centro Pablo: gentes de la nueva trova, el arte digital, el diseño gráfico, las artes plásticas, la fotografía, el periodismo y el testimonio, el audiovisual y la radio, memoriosos empedernidos y fieles que acompañaron “aquella apuesta a favor de la imaginación y la belleza” que propusimos un día, dos décadas atrás. En ese agradecimiento sobre el escenario de Pueblo Nuevo estaban también, cómo no, la gente que fundó aquella utopía originaria: María Santucho, coordinadora general –en el lenguaje pálido de las descriptivas de cargo– y alma gemela de estos sueños compartidos, y Héctor Villaverde, Jaime Canfux, Juan Demósthene, Abel Casaus, Estrella Díaz, Alain Gutiérrez, entre los primeros pobladores (y soñadores) de Muralla 63, a los que dieron continuidad, en sus respectivos oficios, gentes como Katia Hernández, Yuslemy Escobar –más la tropa actual, igualmente pequeña pero renovada de la gente joven que ahora mismo ha organizado, por ejemplo, la activa presencia del Centro Pablo en la recientemente finalizada Feria del Libro de la Habana y comienza ya a perfilar las diversas acciones que viviremos durante este 2016 para celebrar estos 20 añitos que algo fueron y el 80 aniversario de la caída de Pablo en Majadahonda, un día de diciembre de 1936.

 

Al recibir de manos de Silvio ese Premio querido, recordé también a los apoyadores y a los des-apoyadores de este proyecto. A los segundos, mínimos numérica y espiritualmente, no vale la pena mencionarlos. De los primeros, quería mencionar allí, si la voz lo hubiera permitido, entre decenas de nombres y rostros de aquí y de otros (claros) rinconcitos del mundo, a tres amigos comunes nuestros y del trovador que leyó las palabras sobre el escenario.

 

Uno de ellos estaba allí en el concierto, frente al escenario, de pie como el público de Pueblo Nuevo que pedía canciones queridas y aplaudía. Era Abel Prieto, quien desde su posición al frente de la organización de los artistas de Cuba, creó con una Resolución posible, el Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau, una tarde remota pero no olvidada del año 1996 –en una época en que la incomprensión, a veces con sospecha incluida, hacia las organizaciones culturales independientes era la regla y no la excepción, y no al revés como sucede en nuestros días. Esa pertenencia sistemática al grupo de los apoyadores se extendió durante los años en que fue Ministro de Cultura. En esta hora de confesiones veinteañeras hay que decirlo/reconocerlo/agradecerlo. Como también se me hace imprescindible decir que uno, dos escalones más abajo del apoyo recibido desde su oficina, generalmente no encontramos la comprensión verdadera hacia lo que tratábamos de hacer ni la transparencia suficiente en otros funcionarios ministeriales.

 

La segunda mención necesaria de mi parte es para alguien que, por razones de salud, no hubiera podido estar presente en Pueblo Nuevo: nuestro amigo el Historiador de la Ciudad Eusebio Leal Spengler. Una mañana del año 1997, durante la etapa nómada de nuestro Centro ya fundado, me llevó, entre las piedras de la Habana Vieja que él ha enseñado a soñar, preservar y enriquecer culturalmente, hacia la fachada del edificio recién reconstruido de la Calle de la Muralla No. 63, cuyas instalaciones hemos compartido, desde entonces, con una de las instituciones del programa cultural de la Oficina del Historiador, la Casa de la Poesía. Hace unos meses, Eusebio nos reconfirmó, con una llamada telefónica alentadora que tanto agradecemos, que el Centro ocupará en breve todo el espacio de ese inmueble de Muralla, tras los movimientos que se realizan en distintas esferas de su Oficina. Por aquel recorrido entre las piedras resucitadas, el Centro ha contado durante estas décadas con espacio físico –ya precario por el crecimiento de nuestros programas culturales– para que la nueva trova suene, el arte digital nazca y la imaginación, sobre todo la de los jóvenes artistas, encuentre horizonte amplio para crear y crecer.

 

El tercero llegó trayendo en la mano como regalo un objeto que nos hizo conocernos y amistarnos y hermanarnos: un libro. Tony Guerrero llegó durante el concierto, alborotando con su presencia y con su sonrisa a las vecinas que querían besarlo y a los vecinos que querían darle la mano a ese hombre cuyo rostro –junto a los de sus cuatro hermanos– vieron durante años en las paredes de la ciudad como parte de las campañas con las que exigimos durante más de una década el fin de su injusto encierro. Juntos, ahora, recordamos cómo el autor del libro que me acababa de regalar, el canadiense Stephen Kimber, había cambiado sus planes literarios después de llegar a la Isla, hace unos años, para realizar una investigación que le permitiera escribir una novela sobre el siglo XIX cubano. Cuando preguntó de quiénes eran esas caras que veía repetirse tantas veces desde la ventanilla del auto, el taxista le resumió, en unas cuadras, todo lo que sabía sobre los hermanos encarcelados: ahí nació Lo que yace a través del mar. La verdadera historia de los Cinco cubanos, que ahora Tony me dedicaba en la semipenumbra, a un costado del escenario: A mi querido hermanazo Victoriano de las Causas con el más profundo cariño hermano. Con abrazo fuerte, victorioso, el hermanito Toniano (uno entre la decena de nombres que nos dimos mutuamente, correos mediante, mientras preparaba, por control remoto, desde la cárcel de Marianna, en la Florida, su libro Enigmas y otras conversaciones, que Ediciones La Memoria publicó en el 2012. Otro regalo mayor, esta presencia, esa dedicatoria en la noche vibrante de Pueblo Nuevo.

 

Me hubiera gustado decir –y dije– anoche que ese Premio es hijo de valores que atraviesan y unen proyectos como el de Ojalá y el del Centro Pablo: la solidaridad y el compromiso, la amistad y la preocupación por la construcción, el rescate y la difusión de la memoria histórica y cultural del país. Y con ellos –y para ellos– nuestras acciones comunes y conjuntas se proponen contribuir a la salvación de lo salvable y a la obstaculización de esa avalancha de banalidad, mal gusto, des-culturización y comercialismo desenfrenado que no es difícil otear en algunos horizontes hacia donde probablemente se tendrá que enrumbar el país –mal que nos pese, bien que les alegre a sus cultores– y cuyos adelantados ya se encuentran en algunas pantallas, ciertos eventos, crecientes poses y posturas.

 

Por eso era simbólico –y era concreto– ofrecer y recibir un Premio como ese en un espacio como ese, donde los palcos son los balcones vecinos y donde la belleza y la hondura de las canciones que se escuchan se comparten generosamente “en un concierto que fue hermoso, en un barrio muy amoroso”, como dijo Silvio al día siguiente en su blog mañanero, con “una cantidad impresionante de niños que se nos agarraban y abrazaban”.

 

Entonces, para terminar de cerrar la historia de los adjetivos pertenecientes al título de esta crónica, escuchemos otra vez –y siempre– la palabra y la voz del trovador: “En fin, que Pueblo Nuevo nos hizo sentir queridos, y eso es lo más grande que se puede sentir”.

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