CRÓNICA: Escambray

CRÓNICA: Escambray
Fecha de publicación: 
23 Diciembre 2013
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Dicen que en la ciudad, los guajiros hacen mil y un papelazos, que se asombran de los avances tecnológicos. En el campo, sin embargo, somos los de la ciudad quienes pagamos la novatada.

 

Allá en las montañas del Escambray, la gente sencilla no se burla de los citadinos –como suele suceder a la inversa. No se burlan, no, aunque el de la ciudad “descubra” que los gallos y gallinas duermen encima de los árboles, o apunte hacia una montaña lejana y diga que está saliendo humito de chimenea. El campesino solo explica que está en la naturaleza de esos animales buscar amparo en las ramas cuando cae la tarde, y te baja la mano que señala a lo alto para aclarar que ese “humo” son nubes…pero no hace un chiste de ello.

 

Puedes confundir un mulo con un burro, cambiarles el nombre a todas las aves, a todos los árboles, o decirle ratón a una jutía, que el campesino te rectifica, muestra cómo diferenciar los animales, loa árboles…pero no se burla.

 

En medio del Escambray comienzo a creer que el ajetreo de la cuidad nos hace impacientes, agitados, y hasta un poco petulantes.

 

Allá en el campo los guajiros no te dan una tacita de café, sino “un buchito”. Como periodistas pocas veces identifican al que ejerce esta profesión, sino al que le reparte el periódico. Allá en lo alto, la tierra sembrada está bien delimitada por surcos que parecen trenzas, como si un gigante hubiera jugado a hacer rayitas en el suelo.

 

En la zona del Escambray, los patos y guineos andan sueltos a orillas del camino. No existen las carreteras, sino los terraplenes, la mejor agua para beber es la de los manantiales, y el único chapuzón es en cascadas que desembocan en ríos.

 

Pocos tienen otro acceso a otra información que no sea la de los periódicos que –cuando los reparte el hombre que va en mulo- llegan con poco atraso. Pero en la parte más inaccesible de las montañas, donde lo intrincado los hace depender de las avionetas para que la prensa llegue, ahí el atraso puede ser de semanas.

 

Entonces conmueve que muchos de esos campesinos rodeen al de la ciudad para saber lo último que está pasando en la provincia, en Cuba, en el mundo… Conmueve más cuando una niña de unos seis años te toma de la mano para garantizar tu atención, porque le urge saber y su duda es mayor que la del resto –centrados en las cosechas, el parte metodológico, la economía y las relaciones internacionales. La niña, despeinada y con un pajarito en la mano, quiere saber, por eso te agarra la mano y cuando logra tu atención, su sensibilidad se trasluce en una sola pregunta: “Periodista, ¿es verdad que Teresita Fernández se murió?”

 

En ese momento no existen los papelazos, se te borra toda frontera entre ciudad y campo, las nubes y el humo vuelven a confundirse… Los cinco años de estudio en una universidad no son suficientes. Una niña –tal vez de seis años- te ha puesto en un aprieto que no previste. Con los ojos, que no pierde de los tuyos, inquiere nuevamente, mientras acaricia al pajarito y su voz se vuelve a entrecortar: “Dígame periodista”, y casi en un suspiro que no alcanza ni a hacer eco entre esas montañas del Escambray donde toda voz retumba, ella susurra –ya con los ojos aguados, como quien espera lo inevitable: “¿Es verdad?”

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