Las bombas de Boston despertaron a un monstruo

Las bombas de Boston despertaron a un monstruo
Fecha de publicación: 
8 Mayo 2013
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Desde el punto de vista de sus autores, el éxito o el fracaso de un atentado como el del maratón de Boston depende de la reacción de aquellos contra quienes va dirigido. Los ataques del 11-S consiguieron su objetivo de terror porque llevaron a Estados Unidos a sendas guerras desastrosas en Afganistán e Iraq y sirvieron para sancionar el uso de la tortura y el encarcelamiento sin juicio. Convirtieron a Estados Unidos en un Estado más autoritario en el que se restringen o se reducen las libertades civiles y produjeron un mastodóntico y costoso aparato de seguridad.

Me pareció deprimente ver a los grupos de operaciones especiales de la policía (Swat) fuertemente armados con fusiles de asalto, chalecos antibalas y protecciones corporales saltar de vehículos blindados como solían hacer en Belfast. De repente, los toques de queda a los que acostumbraron los habitantes de Bagdad o Faluya resultan aceptables en Massachusetts, aunque en este caso, al revés que en Irlanda del Norte o Iraq, con el aplauso de la población local. Podemos entender las razones de la actuación de los Swat o del toque de queda, pero este tipo de medidas hace que la gente termine acostumbrándose poco a poco a las medidas de un gobierno autoritario hasta aceptarlas sin asomo de protesta.

Gran parte del impacto inicial del atentado de Boston y de la persecución de sus autores, Tamerlan y Dzhokar Tsarnaev, se disipará. Muchas noticias de portada como ésta pasan en pocas horas de tener una cobertura excesiva a la casi desaparición. Los periodistas conocen la sensación de alivio y frustración que se siente cuando los editores que están en casa deciden que la historia que han estado cubriendo de forma absorbente se ha convertido en una noticia vieja.

Desgraciadamente, esto suele ocurrir en el momento en que se empiezan a desvelar las implicaciones a largo plazo de lo ocurrido. Los expertos que habían estado realizando comentarios vergonzosamente prematuros sobre la base de pruebas muy limitadas podrían tener al fin algo interesante que revelar. Sin embargo, la caravana mediática ya se ha trasladado a otra historia y ha perdido el interés por sus opiniones.

Como consecuencia de los atentados aumentará la sensación de inseguridad pública, lo que ganará apoyos para quienes dicen estar haciendo algo al respecto. Antes de las bombas de Boston, en EE.UU. había signos de malestar ante el excesivo volumen que había adquirido la burocracia de la seguridad tras el 11-S, en una época de recortes presupuestarios. El FBI, a quien el presidente Bush encargó la tarea de investigar el terrorismo interno, tiene 103 grupos de trabajo antiterroristas, que supuestamente conectan a la policía local y estatal con los investigadores antiterroristas federales. Como consecuencia del 11-S, el país cuenta con los servicios de un Centro Antiterrorista Nacional (National Counterterrorism Center) que analiza y confronta información de inteligencia para la oficina del director nacional de inteligencia. Se supone que éste, a su vez, coordina y supervisa el trabajo de los 17 organismos de inteligencia estadounidenses. Y, además, está el excelente trabajo del ministerio de seguridad nacional (Department of Homeland Security) que reúne a los 22 departamentos federales y a organismos que emplean a un total de 240.000 personas.

Da la impresión de que la existencia de un Leviatán burocrático como éste debe ser un obstáculo y no una ayuda en la búsqueda y análisis de inteligencia. Hay demasiadas personas que no saben lo que están haciendo y demasiados niveles de responsabilidad. Estas inmensas organizaciones viven una cruzada permanente para justificar y ampliar su esfera de influencia y protegerse de rivales. Raras veces se recupera el poder que se les delega para investigar un crimen determinado.

El atentado de las Torres Gemelas el 11-S es el ejemplo obvio de un acontecimiento utilizado para justificar la ampliación y el aumento de los organismos de seguridad. Pero si le interesan este tipo de historias, vale la pena leer The Annals of Unsolved Crime (Crónicas de crímenes no resueltos), libro recién publicado por uno de los mejores periodistas de investigación, Edward Jay Epstein, un relato bien documentado e irresistible sobre las conexiones entre el crimen y las necesidades del poder y la política.

Epstein recuerda que el secuestro del hijo del aviador Charles Lindbergh en 1932 permitió a J. Edgar Hoover “ampliar el FBI, que había dirigido desde su creación, al ámbito de policía nacional”. La policía detuvo a un carpintero llamado Bruno Hauptman, que tenía parte del dinero del rescate pagado por Lindbergh en su garaje. Se le declaró culpable de secuestro y asesinato. Lo que parece probable es que formara parte de una banda de estafadores que se aprovechó de un crimen que no habían cometido. No se encontraron huellas dactilares, ni fibras textiles, ni pisadas que pudieran demostrar que Hauptman hubiera estado en casa de Lindbergh, tampoco le vio testigo alguno. A pesar de ello, fue ejecutado en 1936, tras rechazar una oferta de 50.000 dólares de la cadena de periódicos del Sr. Hearst, y otra del gobernador de Nueva Jersey, que se ofreció a conmutar su condena de muerte a cambio de una confesión.

Las investigaciones criminales se han sofisticado mucho desde entonces. Pero la narración que hace Epstein de la búsqueda del FBI del responsable de los ataques con ántrax en 2001 sugiere que esta investigación aún estuvo más distorsionada por la necesidad de alcanzar resultados. El ántrax, de una cepa particularmente maligna, fue enviado por carta y causó la muerte a cinco personas. El FBI decidió de antemano que el remitente era un científico estadounidense que actuaba como un “lobo solitario” e investigó a algunos que parecían ajustarse a dicho perfil. El Dr. Steven Hatfill perdió su empleo, sus contratos y a muchos de sus colaboradores tras ser acosado por el FBI(cuyas sospechas se filtraron a la prensa). Finalmente, puso una demanda al gobierno y un juez federal dictaminó indignado que el FBI le había perseguido durante 5 años “sin una mínima prueba”, por lo que le indemnizó con 5,8 millones de dólares en compensación.

Impávido, el FBI se lanzó contra otro científico, el Dr. Bruce Ivins, y ofreció 2,5 millones de dólares a sus hijos mellizos si testificaban contra su padre.

Sometido a una extraordinaria presión y en bancarrota por los gastos legales de su defensa, empezó a beber en exceso y, tras una crisis nerviosa, se suicidó en 2008, justo antes del juicio. Una semana después, el FBI le declaró único autor de los ataques con ántrax, aunque su gigantesca investigación no llegó a encontrar ninguna prueba concluyente en su contra y su supuesta culpabilidad se basaba en dudosas pruebas científicas.

El caso sigue siendo un ejemplo revelador del modo en que los organismos de inteligencia parten de conceptos erróneos, que al ser asumidos por la institución no pueden desecharse sin riesgo de perder la credibilidad y el prestigio. El mayor perjuicio que se puede derivar del atentado de Boston es que el monstruo de seguridad creado o ampliado tras el 11-S, cuya eficacia es más que dudosa, rejuvenezca y aumente su tamaño.

Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustill

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