DE LA HISTORIA DEPORTIVA: Esta tristeza se niega al olvido

DE LA HISTORIA DEPORTIVA: Esta tristeza se niega al olvido
Fecha de publicación: 
6 Enero 2020
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Viene destrozándose a sudor, a temores, ¿qué sé yo!, en busca de una presea áurea. ¡Corra, Ron Clarke, por favor! ¡Gánele a la mala suerte! Faltan pocos minutos para la decisión de los 10 000 metros de los Juegos Olímpicos de México (1968). Asaltan a la mente los recuerdos.

1956. Magna cita de Melbourne. Corre Clarke con la antorcha; es una promesa surgida de la fila estudiantil que tomará la salida en los 1 500 planos: a pesar de sus pocos años, habrá que contar con él. Ya penetra en el estadio Cricket Ground. Le sigue una estela de humo. Chisporrotea la antorcha. Aumenta el paso para darle la vuelta a la pista. Quiere lucirse. Está orgulloso de haber sido escogido para encender el tradicional fuego en el pebetero.

Pisa el primero de los 62 escalones que lo separan de su meta. Hacia arriba, muchacho... ¿Qué le ocurre? ¡Se tambalea a mitad del camino! Bien, bien, ya se repuso. Pensé que… Está frente al pebetero, alza la antorcha… ¡el fuego olímpico ya existe en la instalación! La preside. Entonces, palomas, discurso de apertura, el juramento y la lid. De ella estará excluida la promesa del país sede. Los periódicos lo dirán mañana mediante palabras y la foto de Ron en el hospital con un brazo vendado. La llama le alcanzó la mano y le echó por la borda las ansias de competir.

Te quedan muchos años por delante todavía, le dirán. Y es así. Sin embargo… Bueno, dejemos que el tiempo continúe con su canto ininterrumpido. 1960. Clarke posee buenas marcas. Puede batallar en la justa de Roma por el mejor escalón en 1 500, 5 000, 10 000 y el maratón. Entrena sin instructor ni atención estatal o privada. Su sistema de entrenamiento es superpropio: correr endiabladamente por calles, por carreteras, 200 kilómetros por semana. Y competir, competir, competir…

En vísperas de los Juegos, doña Fortuna le esconde el interesante rostro. Bala para llegar a la meta… ¡No llega! Se lanza hacia su pierna izquierda; el dolor lo engulle. Es más, le devora los sueños. La lesión es de cuidado. No podrá participar en el clásico de ese año.

Tokio 1964. Acaba de burlar la marca del orbe en los 10 000 lisos. Y… la vida se burla, entonces, de él, de su marca. Noveno puesto en los 5 000 con 13.58. En los 10 000, la presea de bronce y gracias… con 28:25.8. Mills, de EE.UU., con 28:24.4, y Gammoudi, de Túnez, con 28:24.8, le preceden.

1968. ¡Ahora sí! Son sus cuartos Juegos. Tiene más plusmarcas mundiales en los bolsillos. La etiqueta de favorito la lleva prendida con fuerza.

Y aquí está, en Ciudad de México, corriendo. Parece… ¡No! Está cediendo ¿Qué le pasa? El empuje rival lo deja atrás. En 10 000 triunfa el keniano Tomu; el muchacho de Melbourne, relegado al puesto del dolor. En 5 000 se impondrá un viejo conocido de él: el tunecino Gammoudi; en 1 500 el sol será para otro keniano, Keino; en maratón, Mamo Wolde, de Etiopía, resultará vencedor.

El nombre de Clarke no estará junto a los títulos olímpicos jamás. En la tierra azteca, ha perdido su última oportunidad. La altura del país le ha hecho más daño que los contrarios. El pecho quiere reventar; no solo le falta el aire, le sobra la angustia, que lo ha embestido con fuerza. Los años, más que la propia edad, el cansancio de los kilómetros recorridos- alrededor de 50 000-en justas y prácticas, no le permitirán batirse en Múnich 1972. Él lo sabe: por eso, en esta tarde de 1968, la tristeza se llama Ron Clarke, esta tristeza que se niega al olvido…

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