El drama de las maras: Represión sin educación

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El drama de las maras: Represión sin educación
Fecha de publicación: 
3 Junio 2020
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Un pandillero detenido | Fuente: EFE

Cuando Trump denostaba a la inmensa mayoría de los centroamericanos, ya había calificado a los mexicanos de delincuentes y de buenos para nada, con el fin de justificar el por qué estaba erigiendo un largo y alto muro para contenerlos en la frontera común, además de tener a muchos de ellos en el punto de mira dentro de Estados Unidos. 

Así, prepararía masivas deportaciones –dejando espacio solo para los “buenos”- y complacía a los supremacistas y demás racistas que le siguen ciegamente.

Diferentes cercos militares y la pandemia del nuevo coronavirus han debilitado el intento de miles de centroamericanos de penetrar por cualquier vía al país que los desprecia, pero que ha saqueado sistemáticamente sus naciones, convirtiéndolos en parias u obligándoles a integrarse en pandillas para poder subsistir.

Los conflictos armados y la debacle socioeconómica de los años 70’ y 80’ desplazaron por la fuerza a cientos de miles, en su mayoría campesinos o habitantes pobres de zonas urbanas con escasa educación. EE.UU. era un destino codiciado, pero el gobierno de Reagan aprobaba menos del 3% de las solicitudes de asilo de salvadoreños y guatemaltecos. 

La población inmigrante centroamericana en EE.UU. aumentó de 354 mil en 1980 a 1,1 millones en 1990, se estima que alcanzó los dos millones para el 2000 y se ignora la cifra oficial en estos momentos. La mayoría de ellos dependían de empleos de bajos ingresos, y el 21% vivía por debajo de la línea de la pobreza.

Muchos niños y adolescentes llegaron a barrios marginados en zonas urbanas, principalmente en Los Ángeles, donde las pandillas callejeras operaban al amparo de organizaciones criminales manejadas desde las cárceles. Estos jóvenes, principalmente salvadoreños, se unieron para protegerse entre ellos. Algunos se incorporaron a las pocas pandillas de chicanos que permitían la integración de latinoamericanos, como la antigua banda Barrio 18 (B-18). Otros crearon la Mara Salvatrucha, que posteriormente pasó a llamarse MS-13.

Varios de los primeros miembros de éstas habían presenciado, sufrido o participado en actos brutales en sus países de origen. Rápidamente adoptaron los rasgos subculturales empleados por las maras para identificar a sus miembros, incluidos los tatuajes, la ropa, el lenguaje, las señales de manos y los gustos musicales, y participaron en guerras territoriales, narcomenudeo y otras actividades delictivas que requerían el uso de violencia, en ocasiones homicida. No están claros los motivos por los cuales la B-18 y la MS-13 finalmente se distanciaron.

Tras los disturbios de 1992 en Los Ángeles, al menos mil salvadoreños fueron deportados.

 La Ley de Reforma de la Inmigración Ilegal y de Responsabilidad del Inmigrante de 1996 cambió la legislación en EE.UU., convirtiendo ciertas infracciones menores como el hurto en tiendas y sobrepasar ilegalmente los plazos de estadía en el país en causas de deportación. Se establecieron Fuerzas de Tareas Interinstitucionales contra las Bandas Violentas, que incluyeron al FBI y al Servicio de Inmigración y Naturalización; desde 1993 a 1999, 60 450 centroamericanos fueron expulsados de EE.UU., de los cuales el 32,9% fueron clasificados como “criminales”. Si bien los salvadoreños representaron el 35,7% del total de los expulsados, conformaron el 47,5% de los “criminales” deportados.

Una vez de regreso en sus países de origen, los jóvenes mareros fueron estigmatizados tanto por las comunidades que los albergaban como por las autoridades. Frente al escaso acceso a la educación, servicios sociales limitados y un mercado laboral esclerótico, pronto se agruparon y se expandieron. En el curso de los últimos años, sólo los dos gobiernos del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional realizaron serios esfuerzos para incorporar la juventud a la educación, y emprendieron programas que no fueron respaldados por entidades que se habían comprometido a hacerlo.

GUÍA

Los programas de reinserción en las cárceles y segundas oportunidades a ex pandilleros, se deben fortalecer para proporcionar un marco legal para la rehabilitación, además de ofrecer incentivos para el futuro desmantelamiento de las pandillas. 

Si bien los principales partidos políticos y la opinión pública se oponen a cualquier insinuación de negociación con las pandillas, la realidad en muchas áreas pobres es un encuentro diario inevitable con estos grupos. La tolerancia hacia estas iniciativas de base, pese a las restricciones legales a cualquier tipo de contacto con las pandillas, es fundamental a fin de desarrollar la confianza necesaria para un futuro proceso de pacificación que pasará por el diálogo.

Nada de esto será fácil, y mucho menos probable, teniendo en cuenta la política estadounidense hacia los inmigrantes en general. El potencial cese de los derechos de residencia en EE.UU. para salvadoreños amparados bajo el paraguas del Estatus de Protección Temporal, sobrepasó la capacidad del Estado de El Salvador para recibir a los retornados, de modo similar a la experiencia de finales de los años 90, cuando la deportación masiva de EE.UU. supuso la exportación del fenómeno pandilleril a ese país, que contribuyó al vertiginoso crecimiento de la MS-13 y su principal rival, Barrio 18. 

El Salvador, como cualquier otro estado centroamericano, no está preparado, ni económica ni institucionalmente, para recibir un influjo de tal magnitud, ni tampoco para hacerse cargo de sus menores dependientes con nacionalidad estadounidense, de los cuales muchos estarían en la edad perfecta para ser reclutados o victimizados por las pandillas. 

En un momento en el que los niveles de violencia siguen siendo extremadamente altos, y en el que ambas partes expresan su agotamiento ante un conflicto imposible de ganar, la llegada de miles de migrantes a una patria asolada por la delincuencia supondría enormes presiones en el país. Para escapar de su violencia perpetua, El Salvador, como Guatemala y Honduras necesita apoyo, no la repetición de los errores del pasado, en los que Estados Unidos ha jugado un malhadado papel.

 

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