El apocalipsis desde los sentimientos

En varios momentos de mi vida ha rondado el rumor del fin del mundo. Haciendo un ejercicio de memoria, la primera vez que recuerdo fue justo cuando comenzó este siglo, terminando mi adolescencia. Todos lo repetían y hablaban de teorías caóticas diversas como si el planeta pudiera tener un temporizador. Luego supe que tenía que ver con un asunto tecnológico que se salió de contexto o fue mal interpretado, y que, muy probablemente, estaba relacionado con aumentar las ventas de computadoras, pues, como es evidente, con el cambio de milenio no sucedió nada, ni en la informática, ni con el mundo yéndose por algún precipicio.

Otra hipótesis que no olvido: para finales de 2012 se declaraba que los Mayas predijeron la existencia hasta ese momento, con día, mes y año exactos. ¡Otra vez, cronometrados! Tampoco ocurrió, y aquí estamos. De acuerdo con las conclusiones que algunos hicieron entonces de las escrituras encontradas en piedra, la supuesta profecía de aquella civilización decía que el fin de la humanidad llegaría junto con el solsticio de invierno (para el hemisferio norte), sin embargo, luego del terror colectivo, la euforia, y la nada, explicaron que solo se trataba de la conclusión de una era. Otros, más chistosos, dijeron que, simplemente, a los Mayas se les terminó el material para escribir, y que por eso su calendario quedó inconcluso.

Estos no son lo únicos ejemplos de hecatombes. Muchas han sido las premisas. Desde Antes de Cristo, hasta la actualidad, se ha fantaseado con el fin de todos. Incluso, algunas conjeturas han implicado a científicos que predicen a la Tierra en medio de la trayectoria de un gran asteroide, meteorito, cuerpo desconocido, invasión extraterrestres o planeta X desorbitado, y luego desmienten porque, o bien nunca lo aseguraron, se equivocaron, o la gran masa cambió rumbo y evitó el impacto, o resultó no ser de gravedad.

Desde tiempos remotos la muerte causa estupefacción, pero la repentina, la hipotética de todos a la vez, con tremendo dramatismo, despierta lo más noble de cada uno.

¿Y si el mundo se acabara mañana? Pregunté a mis amigos y conocidos. El resultado ha sido un golpe sentimental. Las respuestas son sorprendentes. Nadie ambiciona lo material, ni hacer una extensa “Bucket List”, para, en tiempo récord, cumplir los deseos pendientes al estilo de Morgan Freeman y Jack Nicholson. Todos, sin excepción, respondieron emocionados, lágrimas en los ojos-voz entrecortada-romanticismo en los dedos, que ante una situación así preferían estar felices junto a sus familias, decirles a sus hijos y padres cuánto los quieren, y abrazarlos sin despegue hasta que llegue el momento.

Ha sido un ejercicio conmovedor leer y escuchar tanta respuesta llorosa. De manera espontánea las personas se desdoblan cuando creen que no podrán terminar sus objetivos de vida, de enrumbar a sus niños, de despedirse bien de sus seres amados. Eso quiere decir que el apocalipsis está en los sentimientos. En realidad, no importa morir, el verdadero caos está en la ruptura de los lazos afectivos, en el vacío emotivo.

Fotografía tomada de Internet

Mi teoría es que, si hace 13.800 millones de años el universo se organizó después del famoso Big Bang, y como de casualidad surgió la galaxia Vía Láctea con su sistema solar, los planetas, las estrellas y, por tanto, la vida en la Tierra, no dudo que igual de manera repentina algún fenómeno también nos hará desaparecer. Si la comunidad científica tuviera tiempo de predecirlo, y nos pudiéramos preparar para ese momento, sé, con toda seguridad, que, cesarían las guerras, dejarían de ser importantes las competencias económicas y políticas, y permaneceríamos en paz junto a nuestras personas importantes, la familia, los amigos, porque nada es más valioso que el amor. Trataríamos de ser felices, de decir cuánto queremos, de explicar conductas pasadas para no dejar nada por decir.