EE.UU.: Racismo y entropía

EE.UU.: Racismo y entropía
Fecha de publicación: 
3 Junio 2020
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Un hombre se para frente a un coche de policía en Louisville, Kentucky, el 1 de junio. Foto: Bryan Woolston / Reuters

La primera manifestación de racismo que observé en Miami, curiosamente, no provenía de una persona blanca, o caucásica (como aparece ahora en las planillas), contra otra de raza negra.  
Sucedió en el centro de esa ciudad a la cual nunca me he acostumbrado. Escuché un frenazo y miré:

“India, aprende a manejar”, gritó una mujer no-caucásica a todo meter. Pegó un acelerón y desapareció.

Para un cubano acostumbrado a interactuar con la variedad de biotipos en la isla, era una situación desagradable y rara. Demoré en procesarla. El tono de la frase no era por la molestia de la atravesada. Era profundamente despreciativo. A no dudar que la gritona padecía de una personalidad en estado de máxima entropía, que interactuaba pobremente con su medio, no solo con el tráfico. 

En psicología, igual que en física, se considera que se detiene la interacción cuando se ha igualado la energía entre dos entidades. Se produce una especie de muerte prematura, porque hemos nacido justamente para interactuar y relacionarnos. Conocernos a través de esa permanente disposición a dar y recibir, en sentido físico, psicológico y emocional. 

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Manifestantes marchan en Canal Street, en Manhattan, Nueva York, el 2 de junio de 2020. Foto: Mike Segar / Reuters

Después de esa experiencia y otras más, comprendí que había tomado la mejor decisión al tramitar mi partida hacia el norte de Estados Unidos.

Mudarme para Chicago fue, de cierta forma, emigrar por segunda vez. Una vida cultural intensa, abundan los profesionales negros (unos cuantos de ellos con doctorados o masters); las parejas interraciales pululan, los judíos apoyan la causa palestina en manifestaciones callejeras, la gente siempre dispuesta a disfrutar de lo que ofrecen otras culturas. La curiosidad acerca de Cuba era fuerte, no se creían la imagen proyectada por ciertos medios. 

Las mujeres, grandes conversadoras como se sabe, sobre todo las negras de la ciudad, intercambiaban energía con todo el mundo, en las paradas o en las guaguas. Daban los buenos días a los habituales o a los desconocidos. Con un mínimo de entropía, para que entrara el otro, y el trueque psicológico, cálido y humano no lo detuvieran el frío ni la ventolera. 

Uno de los editores principales del Tribune era cubano. Era excelente en el manejo de un idioma que no era el suyo. En el periódico en español de la compañía, aunque predominaban los mexicanos que son mayoría en el área, había trabajadores de casi toda Latinoamérica y de España. El ambiente laboral tenía buena vibra. 

A pesar de la tendencia conservadora del Tribune, sus críticos caían rendidos ante los representantes de la cultura cubana que nos visitaban a raudales. Los artículos eran apologéticos. Los maravillaba el ensamble de tanto talento en una misma compañía de ballet o danza, o en una orquesta. No discriminaban porque los artistas vinieran de un país con otra ideología. A nadie se le hubiera ocurrido organizar una protesta contra los artistas cubanos en la ciudad. 

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La policía antidisturbios persigue a un hombre mientras apresuran a los manifestantes para despejar el Parque Lafayette y el área que lo rodea frente a la Casa Blanca para que el presidente Trump pueda tomar fotos frente a la Iglesia Episcopal de San Juan en Washington, el 1 de junio. Foto: Cedeno

Lo que deseo enfatizar con esos ejemplos, es la extrema complejidad de una sociedad de emigrantes que, sin embargo, no ha logrado resolver el problema del racismo. Una paradoja, porque muchos aseguran estar orgullosos de la diversidad de origen de la población y de la riqueza cultural que eso aporta.

Estados Unidos no es el mismo país de hace treinta años. A pesar de sus crisis cíclicas, la economía lograba estabilizarse. La clase dominante mantenía ciertos parámetros hipócritas que daban la imagen de unidad, sobre todo en tiempos de crisis. El consumismo de inutilidades, la cultura del entretenimiento y la tontera, la atracción por el chisme y el mal gusto hacían un buen trabajo para obliterar las diferencias sociales.

Pero desde hace unos años, las condiciones impuestas por el neoliberalismo han agudizado el deterioro de la clase media, qué decir de los estratos más pobres. Se ha vuelto común ver en las noticias que a alguien se le maltrate por no hablar inglés o expresarse pobremente en ese idioma. Son comunes las situaciones violentas donde no faltan expresiones abiertamente racistas. 

El Presidente actual ha afianzado la acumulación del capital y el poder de la clase súper rica, con una demagogia muy digerible para los sectores menos educados que se creen representados. El fanatismo religioso, con su infinita dosis de ignorancia, y la desinformación, han cumplido su cometido.

El culto a la personalidad ha aparecido por la puerta de atrás, en la nación “líder de la democracia occidental”, sustituyendo sus “instituciones paradigmáticas” por tuitazos deleznables, incoherencias, manipulaciones y mentiras descaradas y un pésimo gusto al tratar a contrincantes, periodistas o hasta aliados que se atreven a hablar demasiado alto. 

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Los manifestantes tienen un momento de silencio, en Manhattan, Nueva York, el 1 de junio. Foto: Jeenah Moon / Reuters

El Presidente, representante del sector con el máximo de entropía nacional, ha corrompido las relaciones internacionales. Ha hecho de la diplomacia un espectáculo. Ha reflotado, y sostenido explícitamente, ese concepto tan particular de derechos humanos que nadie serio es capaz de entender.

La lista de muertos afroamericanos a manos de la policía, y el maltrato a aquellos y a hispanos, se han ido sumando al magma social, en estos días en franca erupción. La gente parece saturada de mentiras y ha salido a batallar. 

Por su parte, la ultraderecha emerge de esa grisura blindada e incapaz de abarcar e incluir a quien no ande con la Biblia en las manos. A pesar de que nació muerta, sigue y va a continuar dando coletazos físicos a un lado y a otro. Todavía no sabe que está golpeando su propio blindaje.

Una vez, un americano de origen irlandés me comentó en una pequeña fiesta: “Para mí, esto es un experimento fracasado”. En estos instantes, parece que tiene razón.

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