Por amor a Cuba: victorias que no caben en cifras
especiales

Asunción fue por estos días escenario de un guión ya conocido: Cuba volvió a competir contra el mundo en los II Juegos Panamericanos Júnior, aunque esta vez desde una trinchera más difícil y con menos armas.
La aventura en tierras paraguayas terminó bajo el frío del invierno sureño, pero lo que dejaron los atletas cubanos no se puede medir en grados ni en metales. Es una historia escrita con sudor, lágrimas y dignidad, imposible de encerrar en una tabla de posiciones.
Los jóvenes de la Isla no alcanzaron los números de Cali-Valle 2021. El botín fue menor, pero quedó claro que su entrega no entiende de estadísticas ni de comparaciones. Ellos compiten desde la fe y la pasión, con la certeza de que representan a un país entero, aunque el podio no siempre les sonría.
El mundo deportivo se transforma a un ritmo vertiginoso: cada vez más profesionalizado, cada vez más exigente. Los países con grandes presupuestos diseñan atletas casi de laboratorio, rodeados de ciencia y tecnología.
En ese escenario, Cuba parece pequeña, pero es terca. Y en esa terquedad reside su grandeza: sigue pariendo atletas que, a puro coraje, se atreven a resistir la comparación. No es nostalgia ni resignación; es la prueba viva de que aún existe una cantera fértil, incluso en medio de tiempos difíciles.
Los números son claros: menos de 20 títulos dorados, casi 50 medallas en total, un séptimo lugar que contrasta con el quinto alcanzado en la pasada cita y con las 70 preseas de entonces. Pero la matemática nunca podrá narrar lo que ocurre dentro de un corazón que se desgarra al perder o que estalla de júbilo cuando suena el himno en tierras lejanas.
Las escenas se multiplicaron: la atleta que lloró desconsolada tras quedarse corta de su objetivo; el que apretó los labios y pidió perdón como si cargara con una deuda infinita; aquel que, con el pecho erguido, levantó la bandera como si llevara en las manos todo un país.
Ese es el guion secreto que se escribe detrás de cada resultado. No es consuelo, es verdad: el deporte cubano, con todas sus cicatrices, sigue vivo.
Quien se quede solo en el medallero no verá lo esencial. Estos jóvenes no solo se enfrentan a sus rivales, también combaten contra carencias de implementos, contra la falta de topes de calidad, contra la brecha tecnológica que hoy parece un abismo. Y, aun así, luchan. Luchan porque lo llevan en la sangre, porque cada zancada, cada brazada, cada golpe, es también un acto de resistencia y un mensaje de fe.
Más allá de cuántas preseas cuelguen de sus cuellos, lo que importa es que regresan con la certeza de haber peleado hasta el límite. Esa huella invisible, aunque no se inscriba en actas oficiales, sí queda grabada en la memoria colectiva de una nación que nunca se cansa de esperar lo mejor de sus hijos.
El cierre no deja dudas: Cuba no está rendida. Podrán faltar recursos, podrán llegar menos medallas, podrán crecer los obstáculos; pero mientras un atleta alce la bandera en cualquier rincón del planeta, seguirá habiendo orgullo y esperanza. En ese gesto se condensa todo: resistencia, identidad y futuro.
Porque competir por amor a Cuba no es un simple lema. Es la película que, una y otra vez, nos recuerda quiénes somos, de dónde venimos y por qué vale la pena seguir soñando.
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