ARCHIVOS PARLANCHINES: Décimas macabras

ARCHIVOS PARLANCHINES: Décimas macabras
Fecha de publicación: 
28 Julio 2017
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Cuando visité la ciudad de Matanzas acompañando al cantante Alfredito Rodríguez, en una de las muchas giras que hizo por toda la Isla, escuché a Roberto Bueno Castán, veterano periodista de Radio Ciudad Bandera y habitual colaborador de la revista Signos, hablar sobre Eduviges, el Poeta Mendigo de Cárdenas, un negro bajito, canoso, de escasa barba, vestido con guiñapos y maloliente, quien en la medianía del siglo anterior pedía limosnas con improvisadas cuartetas y gestos de un auténtico caballero en las cafeterías de la Avenida Central y en la Plaza del Mercado.

Hago referencia al hecho porque, sin dudas, el bardo cardenense tiene ciertos vínculos con los vendedores de décimas, retratados genialmente por M. de Eme en la revista Social en una edición de noviembre de 1937. Estos sujetos, que desde finales del siglo diecinueve hacen proliferar la poesía sobre los adoquines capitalinos con alaridos estertóreos, se proclamaban, sin el más mínimo rubor, discípulos de Homero, una treta que no debe llevarnos al error: el cantor épico griego es un ciego amante de los episodios bélicos y los nuevos aedas disponen de una tremenda luz larga para atrapar las monedas vendiéndoles crímenes de estreno a los transeúntes más morbosos, siempre dados al fisgoneo.

La faena tiene patrones inviolables y bastante simples: el poeta popular, seguidor atento y entusiasta de los reportes policíacos, espera que el asesinato cuaje, madure y gane en atención. Entonces, finalizado el fuego artillero y con la curiosidad de todos a flor de piel, toma una cuartilla y un lápiz… y a soñar con las historias más lóbregas. Como indica M. de Eme «sus versos iban brotando fáciles, redondos, sentimentales, gelatinosos (…). Y en décimas abundantes se encierra toda la historia dolorosa hasta desembocar en la muerte». En realidad, las transgresiones, por diminutas e insignificantes que parezcan, alimentan en el autor una radiante prolijidad no carente de ciertos dolores telúricos.

Lista su obra, el vendedor reproduce sus espinelas en alguna imprenta decente, donde le cobran una peseta por el millar, y con sus papeles debajo del brazo se instala en una esquina con cara triste y patética en espera de que el sitio se llene de potenciales clientes. En ese instante, empieza a berrear: ¡la historia de una muchacha asesinada por su novio despechado!, ¡el carnicero enterró a la chica después de apuñalarla de lo lindo!, ¡el envenenador de Quiebra Hacha fue Genovevo!… ¡A centavo la décima!

Como es de suponer, estos veladores del crimen se dan banquete con el asesinato en las postrimerías de los ochocientos de los esposos Micaela Rebollo y Domingo Sañudo, vecinos de la calle Inquisidor 19, en La Habana colonial, y abuelos maternos de la poetisa Dulce María Loynaz. Fueron muertos a hachazos por alguien que gozaba de la confianza de las víctimas, las cuales poseían nada menos que ciento dos casas de alquilar repartidas en toda la capital (confiscadas muchas de ellas por la policía y nunca devueltas).  Y, ya en la República, dirigen sus luctuosas composiciones hacia una niña de ocho años de edad, vecina de El Vedado, violada y luego ultimada con una navaja. Este caso fue conocido como el del «vendedor de tierra», pues a eso se dedicaba el agresor, Sebastián Fernández, alias Tintán.

Y ni hablar del alboroto que armaron tales cantores con María Grant Lamigueiro, conocida como Nena Capitolio por su anatomía monumental, quien ingresó en la cárcel por acabar a tiro limpio con su amante, Santiago González, un estudiantico menesteroso, empleado del hotel Bristol, a quien doblaba tranquilamente la edad. Este suceso es solo comparable con la muerte a puñaladas en el Bosque de La Habana de  la bella joven Sima Rasbasky, de origen hebreo y de su novio, Jaime Bergerman. ¿Homicidio-suicidio? ¿Doble homicidio? ¿Pacto suicida? Nunca se supo para alegría de los decimistas, quienes calentaron la matanza durante meses.

Por supuesto, los juglares se ocupan igualmente de los parricidios y madricidios: Emilio Mendive, asesinó a golpes a su padre cuando lo sorprendió en amores con su propia hija, y Benito Torres con una escopeta y un machete segó la vida de su madre, de uno de sus tíos, y de sus ocho hermanitos. ¡Qué barbaridad! Y dudan algunos que la naturaleza humana es impredecible…

Historia aparte fue la de Rachel Kergeester, la linda francesita que inspiró una canción, una película y centenares de notas periodísticas en 1931. ¡Los rimadores de las aceras no tuvieron descanso! ¡Qué manera de gastar tinta imprimiendo textos macabras! A la muchacha la encontraron completamente desnuda y con el cráneo destrozado en la bañadera de su apartamento de San Miguel entre Águila y Amistad, al lado del hotel Astor. Lo curioso es que la puerta de la casa tenía un pestillo interior intacto. Gracias a las diligencias del Carlos M. Palma —Palmita, el Abogado de las Mujeres—  quedó en evidencia la posible culpabilidad de Oscar Villaverde, antiguo propietario del cabaret Tokio y ex esposo de la europea, pero jamás se inició un proceso legal contra el fulano y el llamado Crimen del Siglo en Cuba no pasó de ahí. Inspirado en el hecho, Armando Valdespí compuso un tango que después se convirtió en danzón (Era Rachel la francesita más hermosa, / era una rosa del jardín de la ilusión. / Para los hombres fue muñeca caprichosa, / fue mariposa que voló de flor en flor).
 

¿Mercaderes de octasílabos?, ¿ridículos papagayos?, pensarán ustedes. Puede ser. No obstante, los individuos son verdaderos actores entrenados en un teatro ambulante lleno de ficciones y simpáticos enredos. Guardan en su alma y en su voz un sentido de lo conmocional tan truculento que hasta ellos mismos se creen el cuento. Y —lo peor— son irresistibles: lo mismo le echan el lazo a los estudiosos con ganas de ponerle una lupa detectivesca al suceso luctuoso, que al ciudadano promedio, el cual resulta una presa fácil de los acontecimientos fatídicos, verdaderos antídotos de sus vidas miserables.

Lástima que la «profesión» siempre estuviera condenada a tener una vida efímera por el auge de la prensa gráfica y otros medios de comunicación que acaparan el interés del ciudadano. En los primeros lustros de los novecientos dichos voceadores se evaporan de nuestras ciudades y pueblos como los globos aerostáticos y no tienen más remedio que tomar nuevos rumbos. Por fortuna, algunos de ellos terminan enredados en la buena poesía.

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