DE CUBA, SU GENTE: Ondina

DE CUBA, SU GENTE: Ondina
Fecha de publicación: 
4 Octubre 2016
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Bueno, pensé —algo de lógica llevaba— que para dedicarme a escribir —meta y camino de mi vida—, era vital conocer la esencia del ser humano, y que una carrera como Psicología me podía ayudar mucho con esa empresa.

Ni corta ni perezosa, fui a ver a una profesora de Psicología que me daba clases en la facultad, y le pedí que me dejara estar presente cuando atendiera a sus pacientes en la clínica en la que ella trabajaba. Si los pacientes están de acuerdo, por mí no hay ningún problema, me dijo.

Comencé entonces a asistir a las consultas que daba mi profesora en el COAP (Centro de Orientación y Ayuda Psicológica). A la mayoría de sus pacientes no les importaba que yo estuviera presente en la habitación cuando contaban sus molestias.

Nunca he hablado a nadie de lo que escuché en ese tiempo. Pero esta mañana me levanté temprano —¡4 a.m.!— y me fui en bicicleta a la Playita de 16, en Miramar, porque tenía unas ganas tremendas de ver allí la salida del sol. Y, para que vean las casualidades de la vida, me encontré en ese sitio a una de las últimas pacientes que vi en el COAP durante los seis meses que acompañé a mi profesora en sus consultas.

Ella refulgía. Estaba desnuda, bañándose sola bajo la luz de la luna. Parecía algo increíble y un lugar común… excepto que no lo era. Estuvimos conversando hasta que amaneció. Le pedí permiso para contarles a ustedes su historia:

Cuando yo conocí a Ondina, que es como esta muchacha se llama, estaba llorando por sus muchos moretones en la piel. Su esposo, cliché mediante, era alcohólico y la golpeaba muy a menudo por las más fútiles nimiedades, que si no había echado suficiente sal en el arroz, que si las camisas no estaban bien planchadas. Ella se autoculpaba mucho y sufría. Creía que se merecía todo lo que le pasaba. Yo, que nunca hablaba en las consultas en las que estaba presente, pedí en ese momento permiso a mi profesora para hacerlo.

Sé que mi profesora y Ondina esperaron entonces que yo diera mi opinión sobre lo que a ella le pasaba. Pero yo no hablé de los golpes o del esposo. Al menos no directamente. En su lugar, me presenté —en par de líneas— ante Ondina. Que si era una estudiante de Periodismo que estaba pensando en cambiarse de carrera por tal y más cual razón. Que si, contrario a lo que pudiera esperarse, no tenía consejos o diatribas para dar, sino una historia, que humildemente le ofrecía. Entonces le conté:

—“Una vez pusieron a diez monos hambrientos en una habitación, una escalera en el medio y un racimo de plátanos en la cúspide de esa escalera…”

(Si creen que esta historia no viene a tema, pueden dejar de leer ahora mismo).

“… Cada vez que un mono intentaba subir la escalera, le echaban agua y apaleaban a los nueve monos restantes. Esto lo hicieron una y otra vez. Siempre que un mono hambriento subía la escalera, a los demás les arrojaban agua a presión y los golpeaban… y así, hasta que, con el tiempo, ya ningún mono dejó que otro se subiera en la escalera. Cuando veían que alguno se dignaba a subir, lo arrastraban hacia abajo. Entonces, y solo entonces, dejaron de echar agua y apalear”.

“A veces cambiaban algunos monos de la habitación. Por ejemplo, quitaban cinco y los sustituían por otros cinco, que nunca habían sido apaleados ni rociados con agua. Y por supuesto, cuando los monos nuevos intentaban coger el racimo de plátanos, los viejos, que recordaban, no los dejaban subir la escalera. Los halaban hacia el suelo”.

“Pero (y aquí viene lo interesante) un día, entre tanto mono entrando y tanto mono saliendo, no quedó ninguno de los 10 monos iniciales, a los que se había apaleado. Pero igual nadie se subía a la escalera. Los monos nuevos no sabían por qué, pero hacían a los que entraban lo que les habían hecho a ellos: halaban hacia abajo a los que intentaban subir a coger el racimo. No tenían recuerdo de los golpes, pero reaccionaban como siempre habían hecho sus predecesores. No atinaban a cambiar sus vidas. No lo intentaban siquiera. El racimo de plátanos colgaba encima de sus cabezas y estaban hambrientos, pero nadie subía la escalera”.

“Si los monos pudieran hablar. Si se hubiera podido preguntarles a los nuevos que nunca habían sido golpeados, pero que no se atrevían a ir por el racimo del plátanos, por qué no subían la escalera, ¿qué hubieran dicho? Lo más probable es que respondieran: No sabemos; siempre se ha hecho de esa manera”.

Y ya. Eso fue todo lo que dije ese día en esa consulta. La única vez que hablé con un paciente de mi profesora. La última vez que fui al COAP.

Cuando terminé la historia, mi profesora le pidió a Ondina que pensara quién en su vida era el agua, quién era la escalera, y quién el mono que la subía. Ella no respondió; se quedó callada con un silencio azul… Y yo me despedí y me fui.

Nunca más vi a Ondina… hasta esta mañana. Me saludó como a una vieja amiga y me preguntó si finalmente había dejado el Periodismo por la Psicología.

—No —la actualicé de mi vida—, me gradué de Periodismo. Descubrí aquel día en esa consulta que no importa la carrera que estudies, sino la persona que eres.

—Ah —me enfatizó entonces Ondina—, ¡escribir es tu racimo de plátanos! —se quedó pensando y agregó—: ¡Y tu escalera!

Sonreí. Es extraña la huella que dejamos las personas las unas en las otras.

No le pregunté a Ondina por su esposo, los moretones, la sal en el arroz. Estaba llena de vida, desnuda bajo la luz de la luna, esperando, como yo, al nuevo día, llena de ansias de vivir y entusiasmo. Todo lo demás sobraba.

Le pedí, eso sí, permiso para contarles a ustedes esta historia. Después que me lo dio, dejamos de hablar y fuimos a bañarnos al mar.

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